Tuesday, March 31, 2020

El mundo a través de una ventana



              
              Numerosas veces me ha ocurrido salir a la calle y encontrarme con que está lloviendo. Como suelo salir con el tiempo muy justo, debo decidir entonces entre arriesgarme a llegar tarde a mi compromiso o trabajo o seguir adelante a sabiendas que me empaparé. Normalmente opto por lo segundo ya que me parece muy enojoso que me hagan esperar  y más aun hacer esperar a otra persona. Se trata de uno de los legados de mi estancia en Ginebra en los 70 que me ha causado numerosos sinsabores, especialmente cuando vivía en México donde la gente fija un periodo de tiempo vago (una media hora, por ejemplo entre las 5 y las 5 y media) para quedar. De esta forma yo solía llegar a las 5 y mis amigos a y media o menos cuarto. Mi amigo Gerardo sabe de lo que hablo.
                Una de las razones por las cuales salía a la intemperie sin la debida protección radica en el hecho de que no suelo mirar a las ventanas, salvo que se oiga el ruido de un frenazo seguido de un golpe o que haya una tormenta atronadora afuera. Pues bien, desde que nos hemos quedado confinados en casa es inevitable voltear la cara hacia el cristal. En sí no es mucho lo que puedo ver desde las ventanas de mi casa; unos árboles con unas tímidas hojas que apenas están brotando, una estrecha calle y los edificios de en frente. A mano izquierda se divisa  en lontananza una avenida más estrecha. Por la parte de la cocina y la habitación tan solo hay un triste patio interior, aunque en rico en chismes para quien le interese ya que se oye perfectamente las conversaciones de los que están en el patio.
                A primera vista, no parece un panorama muy alentador. Sin embargo la ausencia de movimiento nos permite descubrir que sigue habiendo pájaros en el barrio, que la contemplación despreocupada de la lluvia, desde el resguardo propio, es uno de los mejores tranquilizantes de la tierra. Incluso si nos esforzamos llegamos a oler los perfumes de la  primavera entrante o, simple y llanamente, el olor de la tierra mojada que, por alguna razón me retrotrae a mi infancia en Tequesquitengo. Si hubiera un apagón en toda la ciudad y pudiésemos ver las estrellas la felicidad sería completa. Por supuesto, nada sustituye la libertad, pero a falta de pan buenas son tortillas.   

Monday, March 30, 2020

El vudú del coronavirus



Uno de los elementos más llamativos del coronavirus es la rápidez con la que ha sustituido a la muerte en el deseo de muchas personas. Me explico, es un hecho que con el surgimiento de las redes se ha polarizado el debate político no sólo entre los líderes sino también en la sociedad. Solo hace falta asomarse en cualquier foro de un periódico para ver la larga lista de lindezas que sueltan unos y otros respecto a los que consideran, no sus adversarios, sino sus enemigos. Da igual el tema del que se trate, política, feminismo, fútbol historia o la propia enfermedad que ha detenido el planeta. Pues bien, en este contexto, el año pasado no era difícil oír en una conversación privada el deseo de que alguien se muriese pese a toda la corrección política imperante. Es cierto que muchos de los odiados, independientemente de que está mal desearle la muerte a alguien, hacen meritos sobrados para recibir las malas vibraciones del planeta. Por supuesto, el más afanoso en esta labor es Donald Trump que pareciera cobrar comisión por cada tweet agraviante que suelta, pero son legión los que desean ser odiados y abarcan todas las latitudes.
Pues bien, debido a que la pandemia es igual de democrática que la muerte y a cualquiera le puede tocar (ahí están los casos de Boris Johnson  y el príncipe Carlos) el deseo necrológico se ha mudado en el deseo de que el odiado enferme de coronavirus. Y hay para todos los gustos: “Ojalá AMLO enferme de coronavirus” dicen aquellos que lo ven cómo el destructor de México. Muchos brasileños piensan lo mismo de Bolsonaro y aquí en España Sánchez y compañía son objeto de oscuros deseos de millones de ciudadanos. Incluso, el epidemiólogo Fernando Simón ha sido víctima de esta malas artes mentales por no haber prohibido la manifestación del 8M, como si él no fuera, en ese sentido, más que un mandado que no puede tomar esa decisión. Seguro que más de uno se atribuye el mérito de que este haya enfermado. Lo que no sé es que esperan con esta sustitución en sus anhelos. Quizá los odiadores hayan asumido lo irreparable de la muerte y busquen sustituirla por un mal pasajero. Quizá de esta forma, piensen que no es tan perverso su pensamiento ya que no están deseando directamente la muerte del odiado, independientemente de que sí este fallece no sentirán ningún remordimiento. No lo sé.
En cualquier caso, tal cantidad de odio  de la cual yo no estoy libre de pecado a fuer de sincero, me hacen pensar que quizá necesitáramos otro virus, de tipo informático, que limitase nuestro acceso a las llamadas redes sociales que concentran la mayor parte de deseos malignos e insultos. Por supuesto, sería una simpleza echarle toda la culpa de esta polarización a Facebook, Twitter e Instagram. También algunos medios y locutores encuentran su caldo de cultivo en el fomento de ese odio. Pero más allá de los otros, también deberíamos buscar en nosotros mismo los motivos por los cuales somos tan propensos a llegar a pensar que una persona no merece vivir. O mejor merece enfermar, según la hipócrita terminología moderna. Más aun si tenemos en cuenta de que  en la mayor parte de los casos  esta persona no nos ha hecho el más mínimo daño. Si alguien tiene la respuesta, se aceptan sugerencias.
    

Sunday, March 29, 2020

Separación intrafamiliar



Una de las peores tragedias que ocasiona esta pandemia consiste en no poder despedirnos adecuadamente de nuestros seres queridos. Ya se trate de familiares o amigos, que fallecen por causa natural, por el COVID o por cualquier otra enfermedad. Como todos sabemos, el acto de velar y enterrar a un ser querido es una parte esencial del proceso de duelo. En lo personal, recuerdo como uno de los peores traumas de mi vida el no haber podido despedirme de viva voz de mi padre, pese a que sí asistí a su entierro.
En la película el hechizo de Aquila (en Latinoamérica) o Lady Halcón (en España), los protagonistas están condenados a no poder verse en ningún momento, pese a estar el uno al lado del otro. El capitán Navarre (Rutguer Hauer) se convierte en Lobo durante las noches e Isabeau (Michelle Pfeiffer) se transforma en un bello halcón al amanecer. Tan solo pueden vislumbrarse un segundo durante  el proceso de mutación. Algo similar, aunque no de índole fantástica, está ocurriendo estos días en miles de hogares españoles. Una de las medidas que ha aconsejado el gobierno para evitar la propagación de la enfermedad es el de la separación intrafamiliar. Consiste, como su nombre lo indica, en mantener las distancias con los seres queridos y es altamente recomendada en los casos de miembros de la familia en zona de riesgo, ya sea por edad o por enfermedad. En principio, podría parecer una tarea fácil de ejecutar, sobre todo si no se  tiene hijos, pero es más difícil de lo que se podría creer.
 Una de mis funciones en casa consiste en preparar el café y despertar a mi esposa ya que soy el más madrugador de los dos. Desde hace algunos días,  Vicky duerme en otra habitación ya que ella es persona de riesgo. Lo primero no representa ninguna dificultad; hacer el café. Ahora bien, en tiempos normales despertar a Vicky ya es una tarea ardua. Cómo dice mi cuñado “para levantarla hay que usar grua”. Pero siendo que ella además es sorda y se quita los audífonos cada noche antes de dormir, me quieren decir cómo chingados la despierto sin tocarla si no me oye. Subir las cortinas es un buen principio, aunque conlleva romper la distancia de seguridad. También podría emplear técnicas extremas como el consabido vaso de agua fría en la cara, con gran riesgo para mi vida e integridad física. Al final, no queda otra más que poner la mano encima del edredón y removerla para luego oír una voz suplicante que dice “5 minutos más”. Al repetir el acto 10 minutos después se oirá el mismo ruego: “5 minutos más”.
Sin embargo incluso eso resulta fácil. Lo peor viene durante el día. No poder besar ni abrazar a la persona querida, pese a estar cerca de ella. No poder acercarse a menos de un metro de distancia es lo verdaderamente duro de esta separación. Y lo peor es que sabemos que seguirá siendo así hasta el fin del confinamiento, ya que deberé seguir saliendo a hacer la compra. Por ende, por muchas precauciones que tome, correré el riesgo de contagiarme y deberé estar separado de Vicky.  Afortunadamente, a diferencia de los protagonistas de la película podemos conversar. En fin, lo único que queda es adaptarse a la situación y seguir tirando. Algún día se acabará el confinamiento.


Friday, March 27, 2020

La solidaridad nacida del coronavirus




Como todos sabemos, las guerras y las crisis de toda índole sacan lo mejor y lo peor de cada persona. Cómo ejemplo de lo segundo, mencionaré el caso de una farmacéutica que vendía las mascarillas a 6 €, aprovechando la escasez.
            Sin embargo, hoy quiero mencionar algunas de las iniciativas espontáneas que recorren la península. Cómo sabemos, las principales víctimas de esta enfermedad son las personas mayores.  De hecho, cada vez que el virus se instala en una residencia los resultados son devastadores. Por ello, no es de extrañar que la mayor parte de estas iniciativas estén destinadas a cuidar a estas personas mayores y romper el aislamiento en el que se encuentran ya sea en sus casas, en las residencias o en los hospitales.  
            Entre las primeras, se encuentra el hacerle la compra a los vecinos, aprovechando que se tiene que ir al supermercado. Normalmente son los hijos los que se ocupan de esa labor, pero estos no siempre se encuentran en la misma ciudad y, por supuesto, algunas veces las personas mayores no tienen familiares que les asistan. En estos días, los vecinos realizan gustosamente esa labor para evitar que esa persona se exponga al contagio.  Incluso hay quienes les cocinan la comida cuando los mayores no pueden hacer esa labor. Por otra parte, desde que se decretó el Estado de alarma, miles de personas viejas se han quedado aisladas en sus casas, residencias u hospitales sin poder comunicarse con los seres queridos. Para romper ese bloqueo ha surgido la iniciativa mirarte otra vez en la que se solicita la donación a empresas y particulares de tablets para llevarlas a los hospitales y permitir que los familiares puedan conversar y verse las caras a través de una video conferencia. Con el mismo fin, “adopta un abuelo” pone en contacto a voluntarios con personas mayores en residencias. El 60% de estas personas no recibe nunca una  visita nos dicen en la página web de la iniciativa. Tan solo hay que rellenar un formulario para buscar que ambas personas (el voluntario y la persona mayor) sean compatibles en gustos y puedan tener una plática amena.
            Existen otras iniciativas que buscan aliviar las carencias de material médico en los hospitales. Los centros de cirugía estética han ofrecido sus respiradores artificiales tan necesarios, las empresas textiles y algunos particulares se han puesto a producir mascarillas y batas e incluso los taxistas de Madrid llevan a enfermos y médicos gratuitamente. 
            Estas son unas pocas de las tantas iniciativas que han surgido en las últimas semanas. Con ellas se demuestra que el ser humano no es el ser egoísta que solo piensa en sí mismo y que sólo busca su propio interés, sino que tiende a confratenizar y se preocupa por los demás. Desafortunadamente, los políticos y mandamases parecen ser hechos de otra materia. Solo buscan echarse las culpas a la cabeza para sacar rédito electoral. Y qué decir de los líderes europeos –especialmente Merkel y el holandés Rutte- que han demostrado cuán egoístas y miserables pueden llegar a ser al negarse a emitir coronabonos respaldados por toda la Unión Europea. Dicho de otra manera, esa propuesta pretendía emitir títulos de deuda europea para que cuando un país de la UE pidiera prestado todos los países de la Unión avalasen esa deuda en lugar de que el país deudor lo haga a título personal. 11 años atrás se habló de emitir eurobonos, pero Alemania se negó alegando las irregularidades e irresponsabilidades económicas cometidas por los países del sur, especialmente Grecia. No consideraban justo pagar los despilfarros de ciertos países, pero en la actualidad todos los países de la Unión, incluído Grecia, han saneado sus economías y se han ceñido al déficit exigido por Alemania, por lo que ese argumento carece de toda validez por más que el impresentable ministro de economía holandés quiera resucitarlo. Veremos si 15 días más de contagios y muertos consiguen humanizar a los políticos, pero así con esas posturas egoístas no es de extrañar que aumente el euroecepticismo y el odio a los líderes alemanes y holandeses.

LAS HORAS DEL CORONAVIRUS



Desde que se decretó el estado de alarma en España, existen dos horas que paralizan al país independientemente de lo que los ciudadanos estén haciendo.  A las 1130, cuales heraldos de la muerte, se presentan ante nuestras pantallas el director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencia; Fernando Simón, acompañado de ministros y de las máximas autoridades de la policía y la guardia civil. Entre todos leen el macabro parte de guerra. Las cifras que más llaman la atención son el número de muertos en las últimas 24 horas, los nuevos contagios y el número de personas multadas y arrestadas por no respetar el confinamiento domiciliario. Se trata de la hora más triste de este país, las bajas no dejan de crecer y el dichoso pico que antecede al descenso de la curva de contagios se ve cada día más lejano. Sin embargo, hoy ha sido un buen día. Los días anteriores el número de nuevos contagios aumentaba a razón de un 20% diario. Hoy, el aumento ha sido de un 18%. Sin embargo, la noticia más importante radica en el hecho de que hoy, por primera vez desde que empezó esta crisis, el número de muertos de las últimas 24 horas ha sido inferior al de la jornada anterior. 655 decesos sigue siendo muchísimo, pero estamos tan necesitados de esperanza que el número nos parece bueno. Habrá que esperar a ver si esta tendencia se confirma en los próximos días. No obstante las alegrías son breves, pronto el jefe de la policía nos dice el número de idiotas que han sido detenidos la jornada anterior por incumplir el confinamiento. Las pesadillas surgidas en las residencias de mayores donde los contagios y decesos son masivos una vez que llega el coronavirus, echan más vinagre en la herida.
  Sin embargo, existe otra hora que detiene el país; la hora del agradecimiento. Cada día, desde que empezó el Estado de Alarma, los españoles salen a sus balcones a las 8 de la noche a aplaudir. Los hay que sacan sus vuvuzelas y he oído que en otro barrio incluso se pone el himno. Cualquiera que no supiera de qué se trata, pensaría que la población enloquece periódicamente a las 8 durante unos minutos, pero no. Damos las gracias a todas las personas que luchan en primera línea contra el coronavirus, ya se trate de facultativos, enfermeras, policías, militares, personal de limpieza, transportistas, etc… Amén del agradecimiento, ese simple acto de salir al balcón a aplaudir esconde otro motivo subconsciente. Nos constituimos en la porra de nuestro equipo cuya victoria es más imprescindible que nunca. Finalmente, al igual que ocurriera en Italia con las personas que salen a la terraza a cantar, nos mostramos frente a nuestros vecinos porque necesitamos sentir que no estamos solos; no somos islas separadas por el océano, sino que vivimos en una comunidad cuya unión y fortaleza contribuirán a la derrota del Coronavirus. Las 10 de la noche. Toca ver un rato la tele y luego dormir. Mañana hay que tele trabajar cómo se pueda y esperar el nuevo parte de guerra.     

Wednesday, March 25, 2020

Hoy he salido a la calle





Las nueve cuarenta de la mañana. Tras ponerme los guantes de látex, la mascarilla y las gafas cojo el carrito de la compra y abro la puerta de mi casa. Bajo por las escaleras para evitar cruzarme con vecinos. Sin embargo, parece que todo el mundo se ha puesto de acuerdo para bajar al mismo tiempo. Al llegar al portal, veo que la vecina del quinto va a entrar. Me echo para atrás para dejarla pasar y conservar la distancia de seguridad. Ella accede sin hacer caso de mi presencia y empieza a subir las escaleras. Cuando oye mi pisada, se voltea para saludarme. No lleva ni mascarilla ni guantes. A ojo de buen cubero intuyo que he conservado la distancia de seguridad en todo momento, pero no estoy seguro. Para colmo de males, no acaba de irse la vecina incívica del quinto cuando aparece a mis espaldas el vecino del primero con su perro. Cómo no, no lleva mascarilla ni guantes. Su edad ronda los sesenta y pocos. Se está acercando a la edad más peligrosa, pero no toma medidas de seguridad. Me dirijo a José Silva. En el semáforo, cuento los coches a cada lado de la glorieta. Una decena en total. Infiero que salen al trabajo o vuelven a casa. Pudiera ser que fueran a comprar como yo para toda la semana. Me dirijo al semáforo de Agastia para cruzarlo y entrar en el estanco. Las servidumbres del vicio no entienden de crisis sanitarias. Salgo para tomar  calle abajo hacia Arturo Baldasano y finalmente remontar por la Calle de las cañas. Ese nombre me hace pensar en todas las cervezas que he dejado de beber en este mes y medio desde que emprendí la guerra contra la báscula. Solo a ti se te ocurre mantener dos frentes abiertos si incluimos la lucha contra la enfermedad me digo a mí mismo. Todas estas vías tienen la gran ventaja de ser muy solitarias. De hecho, durante todo el recorrido solo me topé con una muchacha que también iba a la compra  y a la que pronto dejé atrás en mi afán de mantener la distancia. Las gafas se me empañan constantemente por la mascarilla, pero sigo adelante pese a la neblina temporal so riesgo de tropezar. Llega el momento de salir a López de Hoyos donde se encuentra el mercado que he elegido para mi avituallamiento. Es una calle grande y por ende en días normales con circulación. Las únicas personas que veo, hacen una respetuosa cola a la entrada de la farmacia para entrar de uno en uno. Mi súper es el último de la calle. No sé si tengo derecho a ir a él ya que hay otro más cerca de mi casa, pero peor surtido. Supongo que si la autoridad me para me hará la aclaración. Se trata de 500 metros de diferencia. Conforme voy avanzando veo otros mercados y la farmacia abiertos, lo cual me alegra ya que creo que son las 10 y no voy a esperar fuera. Mi gozo en un pozo. El establecimiento sigue cerrado. Una cola de 5 personas, todos a la debida distancia y con sus guantes y mascarillas esperan. A la distancia le pregunto a la señora la hora. Me dice que faltan 5 minutos. No llevo más de 2 minutos en mi lugar que llega una persona mayor sin protección alguna. Otro inconsciente pienso para mis adentros. Por el cristal del establecimiento se ve un ejército de empleados desinfectando el local.  Finalmente, llega la hora. Un mecanismo hace subir la cortina de hierro (ojalá que la otra hubiese desaparecido tan fácilmente) de forma  lenta. Ingresamos conservando la distancia y nos llevamos una agradable sorpresa. Uno de los empleados nos ofrece gel desinfectante antes de pasar a hacer nuestras compras. Cómo puedo, saco mi cartera de mi bolsillo; operación arduo complicada con los guantes y más difícil aun sacar la lista de la compra sin pringar la cartera y el papel con los restos del desinfectante. Se trata de una misión tipo comando o como dicen en el beisbol de hit and run.  Coger un carrito, llenarlo tan pronto como posible con los elementos de la lista, pagar e irse a la chingada. Ni más ni menos. Nada de hacer colas en la carnicería, nada de pararse a pensar y menos aún preguntar a los dependientes. Más o menos voy consiguiendo mis objetivos; pescado fresco, embutido, frutos secos, queso,  hasta que voy por los lácteos. Hay una cola en la carnicería y tengo que pasar por ahí para llegar a la nevera. Me dirijo por el periódico que está al lado de las cajas para ver si se aligera la cola. Busco algunos frutos secos y me hago con el pescado congelado. La cola ya se ha reducido,  pero aún sigue una persona cerca de la nevera de mis deseos. Avanza un paso. Me acerco por su espalda, abro la puerta y saco lo más rápido posible 12 yogures y varias botellas de leche. La última botella me cuesta y cuando finalmente logro sacarla impacta en mi pecho. ¡Joder! Tendré que echar a la lavadora el suéter pienso en mi fuero interno. Ya lo tengo todo. Avanzo a la caja. Las distancias de seguridad están marcadas por líneas rojas en el suelo. Me doy cuenta, cuando ya me encamino a la caja que se me olvidó tomar el humus. No debiera consumirlo, pero esta situación requiere de la satisfacción de un capricho. Descargo el carro del súper y, cómo si estuviera en el colegio, pido permiso para ir por él.
-Date prisa –me ordena el cajero.
Parto cual rayo hacia la cámara frigorífica correspondiente. En mi carrera paso un milisegundo al lado de un comprador. A la mierda las precauciones. Tras hacerme con mi botín vuelvo a la caja igual de rápido pero antes paso por los lockers a cuyos pies está mi carrito. Estoy nervioso. Soy consciente de que me están esperando el resto de los compradores. Relleno cómo puedo la bolsa de tela y el carrito, pago con tarjeta y avanzo con paso firme de conquistador hacia la libertad de la calle. He cumplido la misión, pero aun me queda regresar. El trayecto es el mismo, pero el peso ha variado por lo que el camino se hace largo. Además, amedio camino, decido que no tengo suficiente carne para toda la semana. Me desvío para comprar un poco de pollo en el establecimiento de Ramón y Cajal. El carnicero tampoco usa mascarilla. Al llegar al portal de mi casa, me encuentro a la vecina del tercero que, al igual que mis otros vecinos, va sin guantes ni mascarilla. Al ver mi carro lleno se acerca para preguntarme donde he hecho la compra. Al tiempo que retrocedo aterrorizado le doy la respuesta. Ella no parece oírme y sigue avanzanzando. Yo retrocedo al pie de las escalerillas. Finalmente, me ve, se acuerda de las recomendaciones y emprende otro camino. Cuando llego a casa, me quito la ropa exterior y la tiro a una bolsa para aislarla hasta que se haga la colada. Me quedo semidesnudo, pero aun me tengo que quitar las gafas, la mascarilla y los guantes procurando no tocar mi piel. El proceso me pone nervioso y Vicky se da cuenta.
Un pensamiento involuntario me atraviesa. ¿Por qué estos pendejos del super mercado no son capaces de colocar la leche como Dios manda?,¡Carajo! Por fin, he tirado a la basura todos los elementos tóxicos. Me dirijo al baño y me lavo las manos para poder volverme a vestir. Quién me diría que las aburridas compras de un mes atrás se convertirían, verbigracia del coronavirus en una aventura de alto riesgo.  

Monday, March 23, 2020

O fim do capitalismo



Ao princípio, toda a gente pensou que se tratava de uma doença surgida na China, por causa da higiene escassa, nos espaços públicos, dos seus habitantes e do seu gosto pela ingestão de toda a espécie de bichos. Mais uma dessas pragas como a gripe das aves ou a peste suína… a coisa resolve-se. Pouco a pouco, esta enfermidade foi invadindo outras nações. Os chineses quiseram ocultar o facto, mas como já não foi possível, começaram a aplicar medidas draconianas encarcerando os cidadãos nas suas cidades e casas para, pouco a pouco, reduzir o número de doentes e vencer a enfermidade.
Mas nessa altura o vírus já tinha começado a invasão do planeta. Algumas nações reagiram com celeridade, fechando fronteiras, como a Rússia, ou procurando o inimigo na rua por entre quem parecia saudável. Os mais espertos foram os coreanos, que fizeram milhares de testes, conseguindo, com a ajuda da população, que levou a sério as recomendações de não sair de casa, reduzir os contágios no espaço de um mês. Enquanto o problema esteve confinado à Ásia, os europeus pensaram que não era caso para tanto. Vinha aí o bom tempo que acabaria com o bicho, diziam, por mais que na Austrália, na altura em pleno verão, a doença crescesse paulatinamente.
Quando o evento mais importante do mundo das redes móveis foi cancelado, por os trabalhadores das multinacionais do setor se negarem a acudir, muito gente acusou os executivos das ditas empresas de cobardia, lamentando o cancelamento do dito evento. Os alarmes soaram finalmente quando o contágio chegou a Itália. Só quando começaram a morrer cidadãos do primeiro mundo se começou a levar as coisas a sério. Cada dia, o número de infetados crescia de forma exponencial e, com ele, o de mortos. Mas, mesmo assim, os governantes negaram-se a encarar o inimigo à maneira dos chineses. Enclausurar cidadãos nas suas casas ia contra os valores democráticos que diziam defender. Não obstante, acabaram por tomar as ditas medidas, quando o mal já estava feito.
O problema foi encarado de modos distintos. Imitar o modelo chinês e recluir a população, para não saturar os hospitais, ou não fazer nada e esperar que, após um contágio maciço inicial, a população desenvolvesse os seus próprios anticorpos. Nos países pobres, exceto no Irão, não havia assim tantos infetados ou mortos. Pensou-se uma vez mais que as altas temperaturas e uma alimentação mais condimentada retinham o contágio, já para não falar das bebidas espirituosas, mas a realidade era muito mais simples. Por não haver praticamente testes, especialmente em África, não havia tantos infetados oficialmente falando, e como as populações desses países eram jovens, apenas 10 a 15% da população tinha muitas probabilidades de morrer. De facto, eram tantos os infetados e tão grande o perigo que aconteceu uma coisa que nem o melhor escritor de ficção científica teria previsto: o mundo praticamente parou. As fábricas fecharam, pondo temporariamente os trabalhadores na rua, os empregados de escritório tentaram continuar a trabalhar a partir de casa, cuidando ao mesmo tempo dos filhos e da família. A China era a fábrica do mundo. Quando esta parou, acabou-se o fornecimento de peças de automóvel, medicamentos, eletrodomésticos e todos os produtos imagináveis.
Outra frente desta guerra era o médico, mas nem perante a gravidade desta situação as empresas farmacêuticas foram capazes de aplacar as diferenças e unir esforços, competindo entre si para ver quem conseguia produzir uma vacina e ficar com o dinheiro dos infetados. Uma das primeiras vitórias consistiu no descobrimento de um medicamento antigripal que reduzia o tempo de cura dos infetados leves. Quando este medicamento foi posto à venda em todo o mundo, as pessoas respiraram de alívio. Já havia um tratamento que curava os pacientes em tempo record, impedindo que ficassem muito tempo afastados dos seus postos de trabalho. E como quem morria eram os velhos, outrora seres respeitados pela sociedade e agora vistos como um estorvo no mundo neoliberal, ninguém, tirando os familiares, se preocupou. De facto, apesar de nenhum líder o ter confessado (nem sequer Trump), os governantes viram com satisfação a morte dos mais velhos, até porque nas suas mentes estes só representavam gastos para o estado e nada produziam. Uma funcionária de uma instituição de crédito internacional – Karine La Merde – já tinha avisado do perigo que os anciãos representavam para o sistema vigente: “Esses malditos velhos vivem demasiado tempo e vão acabar por dar cabo da economia mundial. Quando se efetuaram os cálculos, não se pensou que poderiam viver para além dos 80 anos em média. Mas não, aí estão os japoneses e os espanhóis com 90 e 100 anos. Que falta de consideração para com as próximas gerações.”
Se os humanos se tivessem capacitado, talvez se tivessem salvado. Não foram capazes de ver as virtudes de um mundo menos interligado, sem tantos voos. Em todos os lugares em que as fábricas se encerraram temporariamente e as pessoas deixaram de se deslocar de carro para o trabalho, a qualidade do ar melhorou e, apesar de ao princípio ter havido muitas tensões pela partilha de 24 horas com uns familiares semidesconhecidos, rapidamente se recuperaram os hábitos de conversação às refeições e ressurgiram as leituras e os jogos de mesa com dados e fichas. Era a altura de planear um salário básico universal. Toda a gente sabia que dentro de algumas décadas, os robots tratariam do trabalho, e só uma elite de técnicos informáticos e robóticos teria emprego. Talvez dez por cento da população. Um mundo menos interligado poderia impedir o surgimento destes vírus universais. Não obstante, o ser humano não soube estar quieto. Sentia-se culpado por não fazer nada. E assim que o perigo passou, os chineses abriram, com grande alarido, as suas fábricas. O surgimento da vacina que viria trucidar o temível vírus era já só uma questão de semanas.
Ninguém contou, porém, com a minha capacidade de mutação. O meu segundo surto, tão infecioso como o primeiro, não respeitou, em questões de mortandade, nem os jovens nem os mais pequenos. Qualquer um sucumbia às minhas garras. Mas o mais genial da minha versão 2.0 foi tornar infértil toda a população da Terra. Levou mais de um século, mas finalmente hoje os animais e as bactérias podem conviver sem serem incomodados pelos humanos. Aquilo que os comunistas, os fascistas e os fundamentalistas não conseguiram, consegui EU; o coronavírus. Não havendo humanos, já não há oferta nem procura, nem produtos, nem bolsa de valores. Em poucas palavras, acabei com o capitalismo. Só exterminando os humanos é que foi possível.

                                                                                              Juan Patricio Lombera – trad. José Topa

Sunday, March 22, 2020

EL FIN DEL CAPITALISMO


Al principio, todo el mundo creyó que se trataba  de una enfermedad surgida en China, por la escasa higiene en espacios públicos de sus habitantes y su afición a comer todo tipo de bichos. Algo más como la gripe aviar o la fiebre porcina que ya se resolvería. Poco a poco esta enfermedad fue invadiendo otras naciones. Los chinos quisieron ocultar el hecho, pero una vez que ya no fue posible actuaron con medidas draconianas, encarcelando a los ciudadanos en sus propias ciudades y casas para, poco a poco, reducir el número de enfermos y vencer a la enfermedad.
Para entonces el virus ya había comenzado la invasión del planeta. Algunas naciones reaccionaron con celeridad cerrando fronteras como en Rusia o saliendo a buscar al enemigo a la calle en aquellos individuos que parecían sanos. Los más listos fueron los coreanos que hicieron miles de test y lograron con la ayuda de la población local que sí se tomaba en serio las recomendaciones de no salir a la calle reducir en un mes los contagios. Mientras que estuvo confinado en Asia, los europeos pensaron que no era para tanto. Ya llegaría el buen tiempo que acabaría con el bicho decían, por más que en Australia, donde estaban en pleno verano, la enfermedad progresaba lentamente.
                Cuando el evento más importante del mundo de telefonía móvil se canceló porque los trabajadores de las multinacionales del sector se negaban a acudir, mucha gente acuso a los ejecutivos de dichas empresas de cobardes, lamentando los daños ocasionados por la cancelación de dicho evento. Las alarmas finalmente sonaron cuando el contagio llegó a Italia. Es cuando empiezan a morir ciudadanos del primer mundo que se toman en serio las cosas. Cada día los infectados crecían de forma exponencial y con ellos los muertos. Pero aun así casi todos los gobernantes se negaron a arrostrar al enemigo al estilo chino. Enclaustrar ciudadanos en sus casas iba en contra de los valores democráticos que decían defender. No obstante, acababan tomando dichas medidas cuando el daño ya estaba hecho.
El problema se encaró de dos maneras distintas. Imitar el modelo chino y recluir a la población para no saturar los hospitales o no hacer nada y esperar que tras un contagio masivo inicial, la población desarrollase sus propios anticuerpos. En los países pobres, salvo Irán, no había tantos enfermos ni muertos. Se pensaba una vez más que las altas temperaturas y algunas comidas especiosas retenían el contagio por no hablar de las bebidas espirituosas, pero la realidad era mucho más sencilla. Al no haber casi test, especialmente en África,  no había tantos enfermos oficialmente hablando y como las poblaciones de esos países eran jóvenes tan solo un 10%-15%  de la población tenía muchas posibilidades de morir. Sin embargo, eran tantos los enfermos y tan grande el peligro que ocurrió una cosa que ni el mejor escritor de ciencia ficción habría previsto: el mundo casi se detuvo. Las fábricas cerraban y echaban temporalmente a los trabajadores a la calle, la gente de oficina intentaba continuar trabajando desde casa lidiando al mismo tiempo con sus hijos y su pareja. China era la fábrica del mundo. Al detenerse ésta, se acabaron los suministros de piezas de automóviles, medicinas, electrodomésticos y casi cualquier producto imaginable.
Otro frente de esta guerra era el médico, pero ni siquiera ante la gravedad de esta situación las farmacéuticas fueron capaces de aparcar sus diferencias y unir esfuerzos, sino que competían entre sí para ver quien sacaba primero la vacuna y se llevaba el dinero de los enfermos. Una de las primeras victorias consistió en el descubrimiento de un antigripal que reducía el tiempo de cura de las personas infectadas leves. Cuando esta medicina salió a la venta en todo el mundo, la gente respiró aliviada. Ya había un tratamiento que curaba al paciente en tiempo record impidiendo que éste se ausentara mucho de su puesto. Y como los que morían eran los viejos, otrora seres respetados de la sociedad, vistos ahora como estorbo en el mundo neoliberal, pues nadie se preocupaba salvo los familiares. De hecho, aunque ningún líder lo confesó (ni siquiera Trump), los gobernantes veían con satisfacción la muerte de los mayores, pues en sus mentes éstos solo representaban gastos para el estado y ninguna producción. Una funcionaria de un organismo crediticio internacional –Karine La Merde-, ya había advertido del peligro de los ancianos para el sistema económico imperante: “Esos malditos viejos desconsiderados viven demasiado y van a acabar descarrilando la economía mundial. Cuando se hicieron los cálculos no se pensaba que podrían vivir más allá de los 80 años de media. Pero no, ahí están los japoneses y españoles con 90 y 100 años. Qué falta de consideración para con las próximas generaciones.”
Si los humanos hubiesen recapacitado quizá se hubieran salvado. No fueron capaces de ver las bondades de un mundo menos interconectado sin tantos vuelos. En todos aquellos lugares donde las fábricas se cerraron temporalmente y las personas dejaron de desplazarse en coche a sus trabajos, la calidad del aire mejoró y, aunque al principio hubo muchas tensiones por tener que compartir 24 horas con unos semi-desconocidos familiares, pronto se recuperaron los hábitos de la conversación en la mesa de comida y resurgieron lecturas pasadas o juegos de mesa con dados  y fichas. Ese era el momento de plantear el salario básico universal. Todo el mundo sabía que en unas décadas los robots coparían el mercado laboral y sólo una élite de técnicos informáticos y robóticos tendría trabajo. Quizá un 10 por ciento de la población. Un mundo menos interconectado podría impedir estos brotes virales universales. No obstante, el ser humano no sabía estar quieto. Se sentía culpable de no hacer nada. Y tan pronto como el peligro pasó, los chinos reabrieron a bombo y platillo sus  fábricas. Ya sólo era cuestión de semanas para que surgiera la vacuna que jubilaría al temible virus.
Con lo que no contó nadie, fue con mi capacidad de mutación. Mi segunda oleada seguía siendo tan infecciosa como la primera y ya no respetaba, en cuestiones de mortandad, a niños y jóvenes. Cualquiera podía caer en mis garras. Pero lo verdaderamente genial de mi versión 2.0 fue que hizo infértil a toda la población humana de la tierra. Ha costado más de un siglo, pero por fin hoy los animales y las bacterias podemos convivir sin que los humanos nos molesten. Lo que los comunistas, fascistas e integristas no lograron, lo conseguí YO; el coronavirus. En pocas palabras, he acabado con el capitalismo.  Sólo con el exterminio de los humanos se podía conseguir.
LOMBERA’ 20