Tuesday, September 22, 2020

LAMENTO DE UN BOXEADOR


Yo lo maté. Por supuesto no quería, pero el resultado es el mismo. Pasaron 50 días desde que cayó hasta que murió. Pasarán más de 50 años, pero yo seguiré recordando el momento en que mi rival cayó como un árbol derribado en el centro del ring. Los doctores dicen que lo que lo mató fue la fragilidad de su calavera; que de no haber sido en esta pelea habría sido en la próxima. Que no le dé más vueltas. Hoy  no le habrían permitido pelear. Más de 150 peleas entre profesional y amateur y tiene que venir a morir entre mis guantes. Es cierto que la mayor parte de sus pleitos fueron como amateur y ahí tiene protección, pero lo que no sé es como pude aguantar 27 peleas como profesional sin que surgiera el problema. Para mí que nunca le había tocado alguien que golpeara tan recio como yo. Está mal que yo lo diga, pero es verdad. Me podrán ganar por puntos y por una mejor técnica, pero antes tendrán que resistir la potencia de mis puños. Yo pensé, como el británico era más alto que yo, que saldría a correr al ring, intentando mantenerme a la distancia con sus brazos más largos. Pero me equivoqué. Cuando vi su foto meses atrás también erré. Pensé que era muy feo, cosa que saltaba a la vista con sus orejas a lo Dr. Spock, y que lo derrotaría en el primer asalto. Acababa de ganar el campeonato del mundo derrotando por puntos a un paisano y creía que todo sería fácil. Tony Lowell era alto, pero muy delgado. Sus piernas eran dos palillos  que, de forma inverosímil, sostenían todo su cuerpo. Siempre me pregunté qué motivación podía tener una persona de un país rico para andarse dando de chingadazos con desconocidos. Quiero decir, él podría haber llevado una vida digna ejerciendo cualquier oficio. Supongo que le gustaba mucho el boxeo. Para mí, en cambio, las peleas fueron la única forma de salir del barrio, de mi casa con mi padre borracho y violento. Por ahí andan diciendo que lo hice para protegerme de los ladrones después de haber huido de casa, pero lo cierto es que yo sabía que era la única forma de prosperar sin meterme en negocios ilícitos. Ni modo, cómo futbolista no valía para un carajo. Por eso emprendí esta carrera. 

La pelea era en Los Angeles; el patio trasero de México en términos de afición. Yo me sentía en la Arena México. Incluso, luego me contaron que un miembro del cuerpo técnico de Lowell recibió, cortesía de un paisano, el impacto de una bolsa de agua de riñón como manda la tradición. Él salió como todo un fajador sin dar ni pedir tregua. Se me pegó como una lapa y empezó a trabajarme el cuerpo. Ocasionalmente, me lanzaba un golpe curvo a la cabeza. Uno de estos me impactó en la ceja y me produjo un pequeño corte. Mis asistentes estaban asustados. El doctor logró parar la hemorragia, pero todos tenían miedo de que resurgiese con mayor violencia y que el árbitro acabase descalificándome. No se puede pelear si no se ve y lo molesto de las heridas en la ceja es que la sangre invariablemente corre hacia abajo para cegar temporalmente al boxeador. Sin embargo, mi contrincante era muy noble; demasiado quizá. En lugar de refregarme el pulgar en la ceja para reabrir la herida, como hacen los demás, continuó peleando como si no se hubiese percatado de mi debilidad. Los primeros seis episodios fueron una pesadilla. Parecía que nuestras cabezas estuvieran pegadas. No había forma de quitármelo de encima. Al final del segundo asalto lo tuve a distancia una fracción de segundos y conseguí conectarle un buen recto a la mejilla. Se tambaleó ligeramente, pero volvió imperturbable a la carga. En el séptimo round, Tony, mi contrincante, empezó a notar el cansancio. Ya no me arrinconaba con tanta facilidad. Por fin pude empezar a soltar mis mejores golpes. Los aficionados se dieron cuenta de que la pelea cambiaba y enfervorecidos empezaron a gritar “México, México…”. No pararon hasta varios rounds después. El noveno asalto marcó el principio del fin. Para entonces ya le había trabajado lo suficiente el cuerpo y empezaba a faltarle el aire. Se me quiso acercar, pero lo paré en seco con un uppercut a la mandíbula. Pensé que ahí se terminaba todo. Pero no habían pasado dos segundos de la cuenta del referee cuando ya estaba en pie dispuesto a seguir el combate. Incluso parecía enfadado por su despiste. Finalmente, llegó el fatídico duodécimo round. Para entonces, yo ya podía bailarlo y Tony Lowell apenas conseguía acercárseme. De hecho, cuando eso ocurría era porque yo lo permitía. En esas ocasiones, intercambiábamos nuestras gotas de sangre y sudor y sentía su jadeante aliento en mi hombro.  Pese a su cansancio, Tony  seguía soltando golpes y su voluntad no había disminuido. Avanzaba. Avanzaba sin importar cuán duros fueran mis golpes. Yo también estaba cansado. Quería acabar lo más pronto posible. De pronto, cuando estábamos enzarzados en el centro del ring dimos un medio giro como si fuéramos una pareja de baile y, al acabar el movimiento, me desprendí y lo conecté con un recto de derecha en la mandíbula. Por primera vez en toda la noche sentí cerca el fin. Esta vez, le costó levantarse, pero su mirada mantenía ese brillo de determinación que no lo abandonó en toda la pelea. Nos juntamos en el centro del ring. Sabía que la próxima sería la última andanada por lo que no quería precipitarme. Dejé que me conectara un jab y que se acercara. Cuando lo tuve a distancia disparé mi golpe; un recto que estalló en toda su cara y produjo su última caída. Ahí terminó todo. El árbitro me declaró vencedor y mi utillero me levantó en hombros para escenificar mi entronización. Desde arriba vi al padre de Tony, que era también su entrenador, alarmado intentando reanimar a su hijo  que ya nunca despertaría. También desde arriba los vi por primera vez. Los aficionados no venían a ver a dos boxeadores practicando el arte de la defensa. Lo que buscaban era la sangre; la tragedia. Para ellos, tan solo éramos gladiadores y uno tenía que morir. O como diría Tina Turner en una película chafa: “dos entran, uno sale”. Después de eso, perdí el interés por el boxeo. Hice unas 10 peleas más con división de resultados hasta que un boricua me partió la cara y dije: “No más”. Ya no pude volver a pelear igual. Cuando le estaba dando una putiza al rival me venía el recuerdo de Lowell e instintivamente aminoraba el castigo. Cuando era yo el que recibía los golpes, me invadía el miedo a que se repitiera la historia conmigo de protagonista en esa ocasión. Cuando empezaba mi carrera, creía que llegaría a las 100 peleas como los más grandes. Después de pelear con Lowell, me centré en conseguir lo suficiente para poder vivir cómodamente y abrir mi propio gimnasio.   

Yo lo maté. Por supuesto no quería, pero el resultado es el mismo. Pasaron 50 días desde que cayó hasta que murió. Pasarán más de 50 años, pero yo seguiré recordando el momento en que mi rival cayó como un árbol derribado en el centro del ring. Los doctores dicen que lo que lo mató fue la fragilidad de su calavera; que de no haber sido en esta pelea habría sido en la próxima. Pero, ¿por qué chingados tuvo que ser en mi pelea?

Saturday, September 19, 2020

Vidas paralelas


  Nací el día en que el sargento Schoichi Yokoi regresaba a la civilización. Había sido capturado por unos pescadores a los que había atacado, creyendo que aún seguía en la guerra. Al igual que yo, él retornaba de un gran exilio. Yokoi había estado confinado en una isla; yo en dos. Él se había enfrentado a las bestias de una jungla inhóspita, yo había tenido que lidiar con los bestias de mis captores. Él era un veterano de la segunda guerra mundial; yo también luché en otras guerras, ciertamente no tan aberrantes, pero donde se derramó mucha sangre. Al igual que él, pienso que la guerra no ha terminado, por más que ya no se oiga el estruendo de los cañones. Sin embargo, no apruebo su famosa frase: “es con mucha vergüenza que regreso”.  De lo único de lo que él debería estar avergonzado es de haber sido  sometido  por dos pescadores, pero, después de más de un cuarto de siglo, quizá se dejó capturar. Quiero decir, ¿de qué sirve estar listo para el combate si no hay nadie a tu alrededor? Yo supongo que pensaría que era mejor enfrentar su destino, así fuera la ejecución, que seguir languideciendo en la isla. Además, si él hubiese sido soldado mío, yo lo habría condecorado, pues nunca hizo caso de lo que fácilmente se podía considerar mentiras del enemigo. Me refiero a los folletos que soltaban los americanos desde los aires, anunciando el final de la guerra. Cierto que era verdad, pero él como podía saberlo. Cualquiera que fueran sus motivos al atacar a aquellos pescadores, creo que mereció el homenaje que le rindieron. De hecho, he de reconocer que yo no habría podido aguantar tantos años viviendo en una cueva. Y la prueba es que sólo resistí 6 años en condiciones materiales mucho más propicias. Eso se llama disciplina.

Yokoi era un buen soldado, pero no tenía talento para el mando. Nunca buscó escapar de la isla a diferencia mía. Mi fuga apenas duró un poco más de tres meses y, cuando me volvieron a apresar, me mandaron al fin del mundo para evitar que me volviese a escapar. Pero esos fueron los años finales de mi otra vida. Mi historia reciente asemeja en ciertos aspectos mi vida pasada. Nací nuevamente en una isla. En este caso, Puerto Rico.  Me dirigí a Nueva York; la actual capital del mundo con una beca fullbright para hacer mi carrera en economía. Ahí conocí a Josephine Stewart, una de las hijas del multimillonario de los medios de comunicación. Pronto me di cuenta de que lo mío era mandar sobre los hombres. Ya no podía ser en el  campo de batalla; un trabajo mal visto en nuestros días. Ya no se podía adquirir ni la gloria ni el poder a través de esta noble profesión. La sociedad se había vuelto pusilánime en doscientos años y se asustaba si se topaba con un cadáver en la calle. Supongo que Yokoi coincidiría con mi diagnóstico. A fin de cuentas acabó repudiando a la sociedad de su tiempo y luchando por el ecosistema. Yo, en cambio, me di cuenta de que los negocios eran una forma de hacer la guerra por otros medios. Adquiriría tal fortuna que, a su debido tiempo y con un mensaje populista plagado de invectivas contra los inmigrantes, conseguiría la Presidencia de los Estados Unidos. Por ello, mi primera decisión, tras la boda, fue convertirme en americano de pleno derecho. Y la segunda, crear esa fortuna en la bolsa de valores. En algo sí se parece la bolsa a un campo de batalla; las consecuencias. Los resultados de una decisión bursátil pueden conllevar la perdida de trabajo de miles de personas, suicidios colectivos o el hundimiento de un país entero. Además, ya no es necesario demostrar la superioridad intelectual o la mayor fuerza. Tan sólo es necesario esparcir un rumor y esperar a que cunda el pánico en las filas enemigas. Da igual que se trate de una mentira, acabará convirtiéndose en realidad. Al igual que en mis antiguas campañas, mis operaciones eran veloces e imprevistas. Veía el objetivo y ordenaba el ataque a mis soldados-funcionarios. Pronto me gané una fama universal y, cuando alcancé los mil millones, el mote de “El emperador de los negocios”. Que dulce y querido era ese apodo. Qué tiempos tan bellos me recordaban al lado de mi Josefina.

No obstante, cometí un error garrafal de cálculo que me costó una derrota tan amarga como la que sufrí en Bélgica tiempo atrás. Invertí grandes cantidades en bonos de las hipotecas o, como todo el mundo las conoces, acciones subprime. Nunca pude probarlo, pero sé que fue un plan urdido por mis enemigos los ingleses y sus primos; los americanos ingratos. No les importó destruir Grecia y otros países con tal de destruirme. Perpetraron una tormenta perfecta de los mercados que llevaron bancos y aseguradoras a la quiebra. Ese fue mi Waterloo moderno. Y ahora me encuentro atado en está lóbrega habitación, esperando ser rescatado.

-Ten mucho cuidado con ese paciente – le dijo el celador a su relevo novato. Es un ex millonario que perdió toda su fortuna en la última crisis y se cree la reencarnación de Napoleón.