Un día, cuando era aún muy
pequeño mi sobrino, Vicky, su madre y yo lo llevamos al parque. En
un momento dado, el pequeño quiso subirse en una rueda giratoria, como aquella
a la que se trepa el protagonista de Pink Floyd The wall cuando aún es un niño
y ya no tiene padre. Su tía se oponía por considerar que el juego no era apto
para el menor, mientras que su madre y yo pensabamos que no pasaba nada. Al
principio todo iba bien hasta que, en un giro violento, mi sobrino salió despedido
por los aires, dio vuelta sobre su eje y cayó de espaldas. Cuando lo fuimos a
levantar él, que de natural es muy valiente, no lloraba, ni siquiera se
quejaba. Tan sólo miraba extasiado al cielo y decía con su lengua de trapo: “Yo
volá”. No sé lo que pensaría mi sobrino
en aquel momento, pero supongo que fue algo similar a lo que yo sentí el pasado
domingo cuando, tras una corta carrera, dí el salto al vació agarrado a un
parapente siguiendo las instrucciones del experto que guiaba el aparato. Mucho
se ha dicho acerca de la forma distinta de ver las cosas desde arriba. Lo
cierto y lo primero que llama la atención es la belleza de nuestro entorno. En
este caso, me encontraba en un paraje privilegiado en una época donde todo está
verde: el valle del Tietar. Luego está la sensación de estar suspendido en el
aire e incluso una cierta idea de que nada malo me ocurriría allá arriba. En
pocas palabras te sientes el rey de la creación. Sin embargo, como dije, esa
fue la primera impresión, ya que pronto vinieron los encuentros con las “térmicas”
y los ascensos en giros. Ahí la cosa cambió. Constantemente cabeceaba contra la
propia estructura del parapente, aunque gracias al casco no me dolía en lo más
mínimo. Esó sí conforme fuimos ascendiendo, empecé a sentir, pese al grueso
sueter que llevaba encima, como se me colaba el viento hasta dentro de mi alma.
Pero daba igual. Ese era otro de los atractivos que ofrecía este artilugio. La
posibilidad de desafiar la gravedad y subir y bajar al antojo de uno, siempre
con el permiso de las ondas térmicas que nos ascendían hasta los 1500 m, y a
partir de ahí, como suele ocurrir en la vida cuando se alcanza la cima, venía
el doloroso descenso. Sin embargo, lo bello del parapente es que la caída no es
definitiva y siempre se puede recuperar la vía ascendente. Al cabo de un tiempo
de estar jugando al sube y baja me empecé a marear. Seguramente el mareo habría ido in crescendo de no ser porque ya la
diversión se estaba terminando. El aterrizaje fue doloroso, no sólo porque
dejaba atrás un paraíso, sino porque no fui lo suficientemente rápido de
piernas y tras empezar mi carrera, me fui de lado recibiendo al mismo tiempo la
amonestación del técnico. Valió la pena y nada de esto habría sido posible si
Vicky no hubiese querido darme una sorpresa porque sí; sin motivo aparente.
Como mejor son las sorpresas. Muchas gracias por ese domingo mágico.
4 comments:
Que bien y bonito explicado ;)
Un saludo Juan.
Alberto Martin - MADparapente
Muchas gracias por tu comentario Alberto. Un abrazo
Juan he visto tu blogger en la página de MadParapente. Estoy pensando en regalarle a mi marido un vuelo y no se por cual decidirme. CUal hicistes tu?? Crees que con el de bautismo estaría bien?? . Gracias y perdona si te molesto
Perdona que no te haya contestado antes escritor anónimo. La verdad es que no sé que vuelo tomé yo ya que fue una sorpresa de mi esposa. No obstante supongo que fue el baustismo ya que ninguno de nosotros lo había hecho antes y como digo en el artículo es una experiencia única. Lo recomiendo. Y no es ninguna molestia Patricio
Post a Comment