Desde joven siempre me interesé
en la política de mi país, a diferencia de mis amigos, que sólo querían hacer
negocios o ser escritores, pintores y no sé qué otras mamadas. Mi carrera
política fue meteórica y fructífera; de secretario técnico pasé en dos años a
Subsecretario y, hace tres años, gracias a la elección de mi padrino como
Presidente de la República de las Bananas, yo fui nombrado ministro del
Interior, ¡con tan sólo 27 años de edad!
Sin embargo, el día del tercer
informe presidencial, los militares dieron un golpe de Estado, asesinaron a los
principales miembros del Gobierno civil y arrestaron a los burócratas de mayor
y menor importancia. En menos de una hora controlaban la compañía de luz, agua,
teléfonos, el aeropuerto internacional y la fuente de recursos más importante
del país: la plantación y reserva nacional de plátanos.
Yo me salvé, pues la noche
anterior asistí a la fiesta de mi compadre Henry y bebí más de la cuenta.
Total, pensé, luego le explico la situación a Raúl, no creo que se ofenda por
que falte a su discurso. A las diez de la mañana, Henry me despertó e informó
de lo que estaba pasando en el Palacio Legislativo. Yo, que estaba en la fase
de transición de la borrachera a la cruda, me vestí presurosamente y salí para
dirigirme a la frontera por veredas hostiles.
Debo decir que conté con suerte,
pues un guardia me reconoció al cruzar a la República Libre y Soberana de Las
Guayabas, pero afortunadamente traía 200 dólares y lo soborné. En Guayabas fui
recibido como un sobreviviente heroico de la dictadura; se me proporcionó un
piso en el hotel-casa de los invitados especiales del gobierno y una pensión,
aunque esta última no me hacía falta, ya que los intereses de mi cuenta de
ahorros de Zürich me bastaban para llevar una vida llena de comodidades. Sin
embargo, acepté la pensión para no ofender a mis benefactores. Lo único que no
pudieron proporcionarme fue un guardaespaldas, todos estaban ocupados: en el
último año también se había vuelto una costumbre, en Guayabas, arrojar piedras,
botellas y escupitajos al presidente y sus ministros.
Si bien mi nuevo domicilio no
satisfacía todas las exigencias del nivel de vida al que estaba acostumbrado,
éste era amplio y cómodo. A la entrada, a mano izquierda, se encontraba la
cocina, cuya ventana me permitía ver Milton’s Street (una de las pocas calles
pavimentadas de ese país) y, en frente, el hotel Sheraton. El resto del departamento
se completaba con una sala comedor que incluía un pequeño bar, dos alcobas
espaciosas y una biblioteca.
De todas maneras, estaba seguro
de que no permanecería mucho tiempo allí, pues ya se había formado en Bananas
una guerrilla que acaba de tomar Shell’s Town, la segunda ciudad más grande.
Además, yo estaba convencido de que los gringos no dejarían a esos
gorilas-militares gozar del poder. Todo era cuestión de días.
La primera vez que vi a Jim, yo
estaba cocinando. Eché un vistazo por la ventana y lo miré observándome con su
ojo de vidrio. En ese primer momento tuve miedo, dejé el sartén en el fuego y
me fui a refugiar a la alcoba. No sabía qué hacer, si llamar a la policía o
abandonar el cuarto. Por fin, a las dos de la mañana, me atreví a salir de mi
guarida. Fui a la cocina y noté que la persona que tanto miedo me causaba había
desaparecido. Me reproché mi absurdo temor y maldije mi suerte; el filete que
estaba cocinando se había quemado.
Sin embargo, a la noche
siguiente, lo volví a ver en el cuarto piso del Sheraton: inmutable, tranquilo
y con la mirada dirigida hacia la cocina. Por un minuto, pensé en volver a
esconderme, pero luego un sentimiento de rabia se apoderó de mí y abrí la
ventana para insultarlo: “¿Qué me ves, hijo de puta?... Pinche pendejo, si
quieres bronca nos vemos en diez minutos abajo”, pero sólo recibí como
respuesta una amplia carcajada de Jim. Al terminar mi retórica ilustrada agaché
la cabeza y distinguí a muchos curiosos viéndome, me dí cuenta del ridículo que
hacía y me retiré a mi alcoba, molesto por no haber podido cenar por segunda
vez.
En los siguientes días me fui
acostumbrando a su presencia, Jim siempre respetaba un mismo horario. Llegaba a
las ocho, pasaba a la terraza y se quedaba tres horas estático, observándome,
para irse a las once. Luego, él me explicaría que sólo podía rentar el cuarto
mediodía, de once de la mañana a once de la noche, y como yo estaba fuera de
casa la mayor parte del tiempo, no la utilizaba más que esas tres horas en que
me podía vigilar tranquilamente. En efecto, después de cenar yo acostumbraba
quedarme en la cocina, pensando en todo y nada a la vez, al calor de una copa
de coñac y de un buen puro. Una tarde, antes de regresar al departamento, pasé
por el malecón y conocí a una mulata preciosa llamada Dominique. La llevé a mi
casa y, después de constatar la presencia de Jim desde la sala, pasamos al
cuarto. Ya no le tenía miedo, pero su vigilancia me puso nervioso y, esa noche,
fracasé en la cama. Despedí a Dominique con 50 dólares y me dormí sintiéndome
frustrado.
Una semana después, cuando estaba
cocinando un delicioso bistec, dirigí la mirada hacia Jim y, en esta ocasión,
percibí en sus ojos cierta envidia por la cena que me estaba preparando.
Reflexioné un cuarto de hora y deduje que si Jim estaba ahí, a la intemperie y
sin comer, era por mi culpa. Me apiadé de él, llamé al Sheraton con mi celular
y pedí que me comunicaran con su cuarto. A pesar de que nunca habíamos
conversado (porque no se le podía llamar conversación a la serie de insultos
que le había dedicado la segunda noche), sólo tuve que mostrarle la carne a
través de la ventana e invitarlo a cenar para que desapareciera de la terraza y
estuviese, cinco minutos después, tocando el timbre de la puerta. Mientras
preparaba la cena, empezamos a platicar. Jim me habló de su infancia, su
profesión, los motivos que lo habían encaminado hacia ella y el negocio que
debía ejecutar en Guayabas.
- ¿Y por qué no lo has concluido?
Has tenido muchas facilidades -comenté.
- Sí, es cierto, pero como
todavía no he recibido las instrucciones de mis superiores mi labor se ha
limitado a la de un simple observador.
- ¿Qué estarán esperando?
- Yo creo que quieren aniquilar a
los guerrilleros y luego me darán la orden.
Después de cenar saqué una botella
de ron bananero para recordar nuestro querido país. Al final de la reunión,
cuando la botella estaba vacía, concluimos que yo era definitivamente el mejor
secretario que había tenido Las Bananas y que los actuales gorilas-militares
eran unos imbéciles, enemigos del pueblo y títeres del imperialismo.
En los siguientes días no se
volvió a presentar, aunque me saludaba respetuosamente cuando me veía llegar a
la cocina. Una noche no lo ví en su terraza. ¡Bah! Estará enfermo, pensé. A las
diez mi timbre sonó. Abrí la puerta y Jim pasó apresuradamente.
- Vengo a pedirte un favor -me
dijo-. Conocí a unas hembras adorables, una blanca y una negra, pero la cama de
mi cuarto es demasiado pequeña y tú, según sé, tienes dos amplias alcobas, por
lo que pensé...
- ¡No! Vete a volar. Mañana
quiero despertarme temprano y con tus gemidos no me vas a dejar dormir.
- Déjame terminar, si no pienso
quedarme con ambas, es más, te dejo escoger.
- Nooo, me da flojera, mejor otro
día.
- ¿No dijiste en alguno de tus
discursos que había que implantar los métodos norteamericanos y europeos sin
perder de vista nuestra idiosincrasia?
- Sí, pero, ¿y eso qué?
-respondí.
- Pues en este caso vamos a
aplicar un ménage à quatre con dos caribeñas, siguiendo tus ideas.
Ante ese argumento decisivo no
pude dejar de reírme y acepté su propuesta. Esa noche fue celestial, soberbia.
Alcancé el éxtasis del orgasmo sin ningún problema e incluso me di el lujo de
repetir varias rondas.
Al despertar, ambas muchachas
estaban a mi lado en la cama, pero Jim había desaparecido sin dejar ni siquiera
un mensaje escrito. Cuando le hice el reproche en la noche me contestó en tono
burlón:
- ¡Ay! No seas chillón, además te
dejé a las dos hembras para que tuvieras un despertar alegre, así que ni te
quejes.
Durante las siguientes semanas,
Jim y yo íbamos a todas partes juntos, a un concierto de reggae, al cine o al
malecón a conocer hembras. Sin embargo, hoy en la mañana, en la primera plana
del periódico leí:
“LA GUERRILLA DE LA REPUBLICA DE
LAS BANANAS, ANIQUILADA”
* Se espera que los miembros
sobrevivientes crucen la frontera para exiliarse, al igual que el ministro
Johnson”.
Ahora me dirijo a mi
departamento, son las 8 PM, de nada me sirve huir. De todas formas me
encontrarían. Sé que Jim estará en la terraza de enfrente, apuntándome a través
de la mira telescópica de su MR-25. Espero que hoy no tire del gatillo y que
podamos cenar juntos todavía.
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