Fui un desastre como esposo:
vicioso e incapaz de procrear un hijo. Cuando digo vicioso no me refiero
al sexo; nunca fui infiel. Pero el juego y el alcohol siempre me dominaron. Al
final he podido controlarlos ambos. Lo cual no me impide gastar 10 euros
semanales en apuestas del estado y, cuando algún colega se presta, cogerme una
buena borrachera. Es en esas ocasiones cuando me doy cuenta de lo mucho que me
odio. En realidad nunca debí casarme. Tan solo aporté dolor a Estela. Claro que
no era mi intención. Yo la amaba y creía en esas chorradas del amor
regenerador. Pero lo cierto es que la gente no cambia salvo cuando le ve las
orejas al lobo como le pasó a mi padre tras su infarto que dejó de fumar tras
50 años.
Me ducho, me subo a mi coche y voy a la oficina. Ahí empieza el infierno de cada
día. Al principio es más bien agradable. Llego de los primeros, me sirvo una
taza de café juego una partida de solitario y empiezo las llamadas. Durante las
conversaciones, y para no aburrirme oyendo hilos musicales, voy jugando una
partida de ajedrez cuando el jefe no está presente. Muchas veces también juego
mientras oigo a los imbéciles de mis clientes. Prefiero el hilo musical. Al
menos este no dice necedades. Tan sólo busca infructuosamente sentirme bien en
ese espacio muerto que va de la recepcionista al jefe o jefa de marketing. Para
ganarme medianamente bien mi sueldo tengo que hacer una media de cien a ciento cincuenta llamadas al
día. Ciento cincuenta repeticiones de la misma frase, ciento cincuenta chistes
reducidos a uno sólo. Ciento cincuenta humillaciones para conseguir una
oportunidad, pero eso no es lo peor. Esa es la mierda de baja estofa. Mi
tormento queridos lectores empieza cuando llega una rata de origen austral que
a sus cincuenta y cinco años se sigue creyendo joven. También cree que nadie se
entera de sus teje manejes y que es el más listo de todos. Mis mejores
sueños son aquellos en los que lo
machaco a puñetazos y no cansado de ello, me arrodillo sobre su sanguinolento
cuerpo para arrancarle de una mordida a oreja. Cuando vuelvo a levantar mi
cabeza, mi cuerpo entero y especialmente mi cara están bañados de sangre. Se
trata de un acto purificador, un sacrificio propiciatorio en el que yo soy el
sacerdote supremo. Finalmente, me levantó. Mi cara se ilumina en esas ensoñaciones,
según me comentó una compañero que nunca supo en qué estaba pensado gracias a
Dios.
En este momento estoy en la oficina haciéndome el pendejo. Hago como que
trabajo para que mis jefes hagan como que me pagan. Obviamente no se trata de
un ejercicio llevado hasta el último extremo en ninguno de los dos casos. Algo
trabajo y algo me pagan. El acuerdo sería de lo más satisfactorio si
ambas partes nos conformáramos con esos mínimos, pero no podemos. La empresa
necesita más para salir adelante al igual que yo. ¿Qué es lo que impide entonces
que lleguemos a un acuerdo pro productividad? La desconfianza mutua supongo. El
asco de conocernos desde hace 15 años. Llegará el día en que yo me canse y
largue a otro lugar donde ciertamente cobraré más pero perderé ciertas
licencias de facto que tengo ahora. También pudiera pasar que se hartaran de mí
y me echaran a la puta calle. En cualquiera de los dos casos cambiaría mis
patrones por simple deseo de supervivencia. Vivo aletargado en la convicción de
que mi vida es inútil y nada de lo que haga le dará ese sentido perdido. En
efecto, veinte años atrás tenía trazado el rumbo a seguir. Volverme maestro
universitario para ganarme la vida y escribir mis relatos. El resto de mis
grandilocuentes proyectos se completaba con viajar alrededor del mundo. De
todas estas quimeras solo el viajar perdura. Hace 10 años que no tecleo texto
alguno de ficción. La última vez fue una novela negra acerca de un alcohólico
que veía los asesinatos de sus amigos, pero no recordaba con certeza como
habían ocurrido los hechos salvo por pequeños flashazos que lo conducían a la
solución a modo de hilos de Ariadna, para acabar descubriendo que él los había
matado.
He seguido
viajando a pesar de mi maltrecha economía, después del divorcio.
Afortunadamente sigo gozando de la soledad en esas ocasiones. Y además el hecho
de ya no deber fidelidad a nadie me permite conocer los encantos de cada país.
No obstante, las
vacaciones para las que ahorro hasta el último centavo, tan solo son un remanso
de paz en mi absurda vida. Ha llegado el
momento de no tener miedo a perderlo todo. Me voy al desierto. Me iré al
desierto durante un mes. A un oasis y buscaré estar conmigo mismo. Nunca
consigo estar solo así me encuentre en una habitación vacía. Tengo que hacer
algo para no angustiarme. Ahora bien qué conseguiré con este viaje no lo sé,
pero tengo que hacerlo.
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