Hace
unos días hice un programa de radio acerca del gran luchador social y premio
Nobel Martin Luther King. Todos tenemos en la memoria su famoso discurso “Yo
tengo un sueño” durante la gran marcha de Washington. De igual manera, más o
menos todos somos conscientes de que la repercusión de este movimiento, con
todas las carencias y desigualdades actuales en los Estados Unidos, es el que
ha permitido que hoy en día este país sea dirigido por un presidente
afroamericano. Sin embargo, solemos olvidar en estos casos la carencia de
recursos con las que se inició la lucha.
En 1955, Rosa Parks encendió la mecha
al negarse a dejarle su asiento a un blanco en Montgomery donde Luther King era
pastor. Como suele suceder en muchas revoluciones, lo que empieza como una
petición justa e incluso timorata acaba convirtiéndose, ante la cerrazón de los
gobernantes, en un movimiento social de gran magnitud. El arresto de Rosa Parks
conllevó el inicio de un boicot a la empresa de autobuses para que quitara la
segregación dentro de los mismos y que duró más de un año en el que los
manifestantes iban se desplazaban mayoritariamente a pie o compartían entre varios
un coche. En el caso de Gandhi, en Sudáfrica, su iniciación a la lucha vino de
un altercado más o menos similar. Los dueños del tren en el que viajaba le
exigieron que en su calidad de indio, ocupase un asiento en tercera clase. Los
dueños de la compañía creían que ese era el lugar que le correspondía a un
indio no blanco. Gandhi se negó porque había pagado un billete de primera que,
hasta ese momento, era la clase en la que él solía viajar. Paradójicamente,
Gandhi siguió viajando en tercera clase el resto de su vida como parte de la
vida austera que promulgaba. En su caso, no hubo arresto alguno. Simplemente se
le echó del tren en la primera estación de paso.
Si
tenemos en cuenta los pocos medios que ambos tenían al empezar su lucha –un púlpito
en una iglesia de un pueblo perdido de Estados Unidos y, por otra parte, la
simpatía de unos cuantos mercaderes indios
establecidos en Sudáfrica- y los logros que ambos consiguieron, no podemos
dejar de sacar la conclusión de que, como diría Al Pacino en la segunda parte
de El padrino: “si algo nos enseña la
historia es que todo es posible”. Pese a lo mucho que nos quieran meter en la
cabeza de que de nada vale luchar por los derechos en estos días y que la única
solución pasa por aceptar la amarga medicina que nos ofrecen. Lo que sí es
cierto, y de ahí la dificultad de la lucha, es que vivimos en un mundo
globalizado y mientras que las multinacionales y grandes tiburones financieros
se desplazan por el orbe a sus anchas, los sindicatos y trabajadores siguen
encarando sus contiendas a nivel local. En ese sentido, la iniciativa del 15 de
Octubre por parte de los indignados fue un primer paso positivo en ese sentido,
pero mientras que no seamos capaces de organizar una huelga universal
indefinida, me temo que pocos serán nuestras posibilidades de éxito. Vivimos en
un mundo globalizado y por ende hay que atacar a esta hidra de mil cabezas en todas partes.
Obviamente, esta forma de actuar universal debería presentar un marco de
solicitudes generales complementado con las peticiones particulares de cada
región. Igualmente, creo que a estas alturas del siglo XXI, se debería
abandonar la idea de una revolución armada, ya que si bien estas han aportado
cambios sustanciales a lo largo de la historia (véase la revolución francesa),
no es más cierto que las más de las veces estas revoluciones han perdido su
esencia en la contienda y han acabado sustituyendo a unos tirano por otros
déspotas iguales o peores. La opción militar ya no debería de contemplarse, lo
que implicaría una evolución notable de nuestra sociedad. Empero, mucho me temo que aún estemos a años luz de poder
articular un proceso como el que describo, aunque como ya dije más arriba NADA ES IMPOSIBLE.
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