Recuerdo una iglesia
hundida en el fondo de una laguna por encima de cuyo techo caminaba todos los
días. Sólo su cúpula mantiene una posibilidad de vida. Recuerdo un campo
maldito propicio para invocaciones satánicas y un puma de piedra que cobra vida
la noche de Santa Walpurgis. Y recuerdo un jardín edénico de amplias
proporciones en el que paseaba y jugaba despreocupadamente, pese a que en él,
al igual que en el primer pastizal, también se encontraban serpientes y toda clase
de bichos de mala lengua. Mas de todas estas memorias, una anciana de porte
atlético pese a sus 70 años, se yergue en el centro de mi evocación para repetirme
una y otra vez la crónica de nuestro pasado. Ya fuera ante los tonos violáceos del
firmamento o a la brisa producida por el suave mecimiento de una hamaca, su voz
me habla de un familiar en busca de utopías al fondo de una montaña o de un
tatarabuelo que tuvo el valor de decir No al soborno de la autoridad. Esas anécdotas
constituyen la savia y esencia de mi ser y de los míos y ahora, varios años después
de la desaparición del oráculo, intento reunir torpemente su crónica, mas esta
se escapa como agua entre las manos y tan solo queda un lecho oscuro, vaga
sombra de lo que fue.
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