No
tenía una modelo a mis pies, de hecho estaba sólo, y sin embargo cada mañana me
despertaba alegre, sabedor de que lo primero que verían mis ojos sería la bahía.
Tal era la alegría que me producía esta imagen, que lo primero que hacía para
prolongar la contemplación del amanecer, era prepararme un café con el
calentador de agua que me había provisto el hotel, y encender mi ordenador para
contestar los mails de la oficina de Madrid que había recibido durante mi
sueño. Sí, tal era el influjo de esta visión, un intento de infinito cruelmente
cercenado, que conseguía que trabajase desde las 7 de la mañana. El resto del día destruía la placidez del amanecer.
El caos de las calles y los constantes
chubascos hacían de Hong Kong un lugar hostil. Solo el idioma me reconciliaba
con sus habitantes. Por lo menos con ellos me podía entender a diferencia de
con los continentales. Los túneles que atravesaban calles enteras, edificios incluidos,
eran el único aspecto lúdico de esta ciudad
que a la luz del día se tornaba anodina. Finalmente, la noche deparaba un
último gran espectáculo y no me refiero a la horterada de luces y música
preparada por el ayuntamiento. Desde el grand Pic se podía contemplar el
atardecer y como, ante el avance de la oscuridad, se poblaba de luces. Pero esa
imagen, seductora indudablemente, solo era el traje de gala de la ciudad. La
estampa que todo turista se llevaría consigo. La verdadera belleza de la bahía
radicaba en su amanecer, aun legañoso, aun cubierto de neblina, a veces pasado
por agua y otras bañado de luz, cuya visión aún busco cada mañana cuando me despertó,
para encontrarme dolorosamente con una
pared de ladrillo en frente. Solo 4 amaneceres tuve y sin embargo permanecerán
grabados por siempre en mi cabeza.
No comments:
Post a Comment