El pasado
viernes celebramos el cumpleaños de mi cuñada en un la terraza de un parque cercano.
Nos reunimos sobre las 8 de la tarde, pese a que a dos de los asistentes se les
acababa su derecho de estar en la calle. Recordemos que la fase 1 aun estaba
vigente. Tuvimos la fortuna de encontrar
una mesa libre con 6 sillas. Éramos 8 incluyendo a los hijos de la festejada. “Democráticamente”
se decidió que los niños se fueran al césped. Tranquilos que no se molestaron
en lo más mínimo, puesto que la exclusión les permitía jugar con la consola o el móvil mientras los mayores platicábamos. En eso no
hemos cambiado mucho. De pequeño, mis padres también nos decían aquello de “niños
váyanse a jugar”. Y si por las circunstancias que fueran no lo hacíamos,
entonces teníamos que quedarnos callados y no molestar. No obstante, debo decir
que a mí no me aburría ver a los mayores conversar y discutir.
En fin, la
fortuna quiso que me sentara en la cabecera de la mesa desde donde podía ver a
los paseantes. A mis espaldas quedaba un parterre y a los lados una mesa. En
cambio, el otro lado de la mesa se encontraba muy cerca del paso de los transeúntes.
Un frágil celo tipo policial era toda la separación que había entre los de la
terraza y los andantes. Por su parte, los paseantes parecían haber olvidado la
distancia de seguridad y muchos no llevaban siquiera la mascarilla. Sin
embargo, lejos de criticar y embargado por este ambiente festivo ocasionado por
el buen clima y el descenso de infectados y muertos, me gustaría destacar la
ausencia de miedo por parte de los paseantes. Salvo repunte, ese espíritu será
más que necesario cuando se acabe el estado de alarma para reactivar nuestra
economía. Es decir, si nos quedamos en casa por temor a la segunda oleada del
coronavirus, tardará mucho más en recuperarse nuestra economía. Esperemos que
los turistas también se olviden de sus resquemores y vengan en tropel como
todos los años.
La celebración
se saldó con una bebida por persona y una corta conversación. Para que los
niños también pudieran participar en el acto, el padre se levantó en un momento
e intercambió lugar con el menor quien luego regresó al césped más ansioso por seguir jugando a la play que
por dejarle el sitio a su hermano mayor. Si no hubiera sido por las mascarillas
y los guantes podría haberse tratado de un encuentro familiar clásico. No soy
muy aficionado a estos encuentros, pero dadas las circunstancias de las que
vinimos, la celebración del viernes pasado casi fue una fiesta que por un
momento nos hizo olvidar esta pesadilla.
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