Al principio, todo el mundo creyó que se
trataba de una enfermedad surgida en
China, por la escasa higiene en espacios públicos de sus habitantes y su
afición a comer todo tipo de bichos. Algo más como la gripe aviar o la fiebre
porcina que ya se resolvería. Poco a poco esta enfermedad fue invadiendo otras
naciones. Los chinos quisieron ocultar el hecho, pero una vez que ya no fue
posible actuaron con medidas draconianas, encarcelando a los ciudadanos en sus
propias ciudades y casas para, poco a poco, reducir el número de enfermos y
vencer a la enfermedad.
Para entonces el virus ya había comenzado la
invasión del planeta. Algunas naciones reaccionaron con celeridad cerrando
fronteras como en Rusia o saliendo a buscar al enemigo a la calle en aquellos
individuos que parecían sanos. Los más listos fueron los coreanos que hicieron miles
de test y lograron con la ayuda de la población local que sí se tomaba en serio
las recomendaciones de no salir a la calle reducir en un mes los contagios.
Mientras que estuvo confinado en Asia, los europeos pensaron que no era para
tanto. Ya llegaría el buen tiempo que acabaría con el bicho decían, por más que
en Australia, donde estaban en pleno verano, la enfermedad progresaba
lentamente.
Cuando
el evento más importante del mundo de telefonía móvil se canceló porque los
trabajadores de las multinacionales del sector se negaban a acudir, mucha gente
acuso a los ejecutivos de dichas empresas de cobardes, lamentando los daños
ocasionados por la cancelación de dicho evento. Las alarmas finalmente sonaron
cuando el contagio llegó a Italia. Es cuando empiezan a morir ciudadanos del
primer mundo que se toman en serio las cosas. Cada día los infectados crecían
de forma exponencial y con ellos los muertos. Pero aun así casi todos los
gobernantes se negaron a arrostrar al enemigo al estilo chino. Enclaustrar
ciudadanos en sus casas iba en contra de los valores democráticos que decían
defender. No obstante, acababan tomando dichas medidas cuando el daño ya estaba
hecho.
El problema se encaró de dos maneras distintas.
Imitar el modelo chino y recluir a la población para no saturar los hospitales
o no hacer nada y esperar que tras un contagio masivo inicial, la población
desarrollase sus propios anticuerpos. En los países pobres, salvo Irán, no
había tantos enfermos ni muertos. Se pensaba una vez más que las altas temperaturas
y algunas comidas especiosas retenían el contagio por no hablar de las bebidas
espirituosas, pero la realidad era mucho más sencilla. Al no haber casi test,
especialmente en África, no había tantos
enfermos oficialmente hablando y como las poblaciones de esos países eran
jóvenes tan solo un 10%-15% de la
población tenía muchas posibilidades de morir. Sin embargo, eran tantos los
enfermos y tan grande el peligro que ocurrió una cosa que ni el mejor escritor
de ciencia ficción habría previsto: el mundo casi se detuvo. Las fábricas
cerraban y echaban temporalmente a los trabajadores a la calle, la gente de
oficina intentaba continuar trabajando desde casa lidiando al mismo tiempo con
sus hijos y su pareja. China era la fábrica del mundo. Al detenerse ésta, se
acabaron los suministros de piezas de automóviles, medicinas, electrodomésticos
y casi cualquier producto imaginable.
Otro frente de esta guerra era el médico, pero ni
siquiera ante la gravedad de esta situación las farmacéuticas fueron capaces de
aparcar sus diferencias y unir esfuerzos, sino que competían entre sí para ver
quien sacaba primero la vacuna y se llevaba el dinero de los enfermos. Una de
las primeras victorias consistió en el descubrimiento de un antigripal que reducía
el tiempo de cura de las personas infectadas leves. Cuando esta medicina salió
a la venta en todo el mundo, la gente respiró aliviada. Ya había un tratamiento
que curaba al paciente en tiempo record impidiendo que éste se ausentara mucho
de su puesto. Y como los que morían eran los viejos, otrora seres respetados de
la sociedad, vistos ahora como estorbo en el mundo neoliberal, pues nadie se
preocupaba salvo los familiares. De hecho, aunque ningún líder lo confesó (ni
siquiera Trump), los gobernantes veían con satisfacción la muerte de los
mayores, pues en sus mentes éstos solo representaban gastos para el estado y
ninguna producción. Una funcionaria de un organismo crediticio internacional
–Karine La Merde-, ya había advertido del peligro de los ancianos para el
sistema económico imperante: “Esos malditos viejos desconsiderados viven
demasiado y van a acabar descarrilando la economía mundial. Cuando se hicieron
los cálculos no se pensaba que podrían vivir más allá de los 80 años de media.
Pero no, ahí están los japoneses y españoles con 90 y 100 años. Qué falta de
consideración para con las próximas generaciones.”
Si los humanos hubiesen recapacitado quizá se
hubieran salvado. No fueron capaces de ver las bondades de un mundo menos
interconectado sin tantos vuelos. En todos aquellos lugares donde las fábricas
se cerraron temporalmente y las personas dejaron de desplazarse en coche a sus
trabajos, la calidad del aire mejoró y, aunque al principio hubo muchas tensiones
por tener que compartir 24 horas con unos semi-desconocidos familiares, pronto
se recuperaron los hábitos de la conversación en la mesa de comida y
resurgieron lecturas pasadas o juegos de mesa con dados y fichas. Ese era el momento de plantear el
salario básico universal. Todo el mundo sabía que en unas décadas los robots
coparían el mercado laboral y sólo una élite de técnicos informáticos y
robóticos tendría trabajo. Quizá un 10 por ciento de la población. Un mundo
menos interconectado podría impedir estos brotes virales universales. No
obstante, el ser humano no sabía estar quieto. Se sentía culpable de no hacer
nada. Y tan pronto como el peligro pasó, los chinos reabrieron a bombo y
platillo sus fábricas. Ya sólo era
cuestión de semanas para que surgiera la vacuna que jubilaría al temible virus.
Con lo que no contó nadie, fue con mi capacidad de
mutación. Mi segunda oleada seguía siendo tan infecciosa como la primera y ya
no respetaba, en cuestiones de mortandad, a niños y jóvenes. Cualquiera podía
caer en mis garras. Pero lo verdaderamente genial de mi versión 2.0 fue que
hizo infértil a toda la población humana de la tierra. Ha costado más de un siglo,
pero por fin hoy los animales y las bacterias podemos convivir sin que los
humanos nos molesten. Lo que los comunistas, fascistas e integristas no
lograron, lo conseguí YO; el coronavirus. En pocas palabras, he
acabado con el capitalismo. Sólo con el
exterminio de los humanos se podía conseguir.
LOMBERA’ 20
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