Todos los días
veo, desde mi ventana, las naves vacías del otro lado de la calle. Efecto de la
crisis de los ricos que, como siempre, acabamos pagando los pobres. Veo el
bareto de enfrente cuyo dueño tuvo que despedir a las rumanas de buen ver que tanto
animaban a la clientela masculina. El puticlub de la izquierda ni siquiera se
puede permitir unos neones en condiciones. La mitad de las letras nunca se
iluminan. Menos mal que el nombre sólo consta de 4 letras. Unas calles más
abajo se encuentra el centro empresarial de una poderosa empresa eléctrica, hacia la espalda de la nave están los
almacenes del gigante de la venta en internet, mientras que a un kilometro de
distancia, camino hacia el otro pueblo está la cementera más poderosa del mundo
y una empresa que construye toda clase de infraestructuras de enorme
dimensiones; especialmente refinerías. Este es el escenario donde se desarrolla
una tercera parte de mi vida. Lo único que me recuerda que existe un mundo más
allá de esta selva de concreto son dos árboles mustios. Uno de ellos tienes
unas hojas permanentemente cafés, pero no como si se tratara de un bello
follaje otoñal, sino más bien dan una sensación de asco. En el otro árbol penden unas vainas que, en primavera desprenden unas
bolitas que ensucian todo coche que se coloque debajo. Lo único que me recuerda que existe la
belleza en este mundo consiste en el cielo azul y despejado. Lástima que mi
ventana no dé al oeste. Podría ver los atardeceres en invierno. Siempre me han
llamado la atención. Quizá fue mi abuela quien me transmitió ese gusto. De
pequeño recuerdo que una de sus diversiones, en Tequesquitengo, consistía en
sentarse al borde la laguna y mirar al frente al caer el sol. Poco a poco, el
firmamento se convertía en la paleta más variada que pudiera tener cualquier
pintor. Predominaban los violetas y amarillos en un principio. Pero conforme
pasaban los minutos el cielo se enrojecía por momentos como si un ángel se
hubiese cortado la mano y sus gotas de sangre cayesen de las nubes.
Afortunadamente,
mi horario me permite salir de la oficina, cuando aún hay luz de día. Las pocas
veces que he tenido que regresar a casa de noche, me he encontrado con un
paraje hostil y abandonado en el que esperas que surja de entre las sombras un
ladrón a cada paso; especialmente de alguna de las naves abandonadas. En cambio
durante el día, fantaseo con la idea de saltar la valla y explorar esa zona en
busca de tesoros ocultos. Me recuerda el descampado de en frente de mi casa. También
me recuerda un edificio en construcción cuya obra estuvo parada durante años y
al cual era bastante fácil acceder. De hecho más de una vez mi hermano y yo
entramos a jugar en ese lugar pese al peligro que representaba encontrar en un
décimo piso sin ninguna pared o barrera que pudiese impedir tu caída si esta se
daba. Las alturas también me recuerdan aquellas noches en que Alejandro, su hermano Germán y yo, nos dedicábamos a lanzar globos de agua desde una duodécima planta a los escasos coches que pasaban. Afortunadamente nuestra puntería era pésima.
Los camiones y coches que pasan a toda velocidad rompen mi nostálgica evocación de mi infancia y me recuerdan que estoy encerrado en un espacio diminuto para malgastar unas horas de mi vida por un mísero salario.
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