Cierro los
ojos y mezo mis cabellos. El mundo desaparece. Al menos eso quisiera. Desfilan
ante mi callejuelas escondidas a las que
se accede entre portales, mientras una fina lluvia traiciona el estereotipo
veraniego de Praga. Brujas de puentes y encantos, soledades empedradas que
devuelven la paz, mientras a pocos pasos manadas de Canons y Nikons buscan
atrapar el ahora cuando ya es ayer. La ansiedad por vivir y ver es
insoportable. Disponemos de treinta días de libertad antes de volver al redil y
queremos abarcar la belleza del mundo, pues sabemos que difícilmente volveremos
a tener esa oportunidad. Sí, a lo lejos está la tierra prometida en la que ya
no tendremos que madrugar, ni agachar la cabeza y mucho menos convertirnos en
robots durante 8 horas al día, los afortunados. Un lugar donde ya no habrá que
mantener nuestro futuro y podremos volver a iniciar como cuando éramos novios.
Mas se trata de un engaño; un falso oasis en el desierto de nuestra
mediocridad. El lugar existe aún, es cierto, pero cuando lleguemos a él
estaremos débiles y ya no tendremos medios. Es la zanahoria que nos ponen
frente a nuestros ojos para evitar que renunciemos a todo. Solo queda un
refugio. Tus labios.
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