A partir de ahí empezó una estancia en la que los días
se dividían en dos. Por la mañana, los jóvenes salían a conocer Chiapas, ya
fueran las poblaciones indígenas de Tzinacantán o San Juan Chamula o parajes naturales.
La visita a las comunidades indígenas resultó
todo un acontecimiento para los dos muchachos. No se podían tomar fotos, pues
consideraban que les robaba el alma dicho acto. En esas poblaciones, el PRI
siempre ganaba. Con el 100% de los votos. Aquel que no votase por el partido ya
podía ir haciendo el petate y largarse. Por otra parte, al margen de los
políticos electos “democráticamente”, existía un consejo de ancianos que se
ocupaba de diversos aspectos de la vida
de la ciudad como los preparativos de las fiestas o, en algunos casos, la
impartición de justicia. Lo mejor, sin embargo, estaba por venir. Dentro de la
iglesia se podían ver las tradicionales imágenes de santos, pero también
curanderos haciendo una limpia con una gallina a la que degollaban al final de
la ceremonia: por supuesto, también estaba presente la botella de posch; bebida
de indefinible pero muy elevada graduación alcohólica a la que de cuando en
cando echaban un trago para luego escupirlo. El suelo estaba lleno de paja y
había un fuerte olor a incienso. Cerillo consideraba la religión como una gran
mentira para mantener al hombre asustado y, por ende manso. Alababa el hecho de
que la revolución hubiese prohibido hablar de política a los curas ya que,
según él, el estado no podía coexistir con la iglesia si esta tenía voz y voto.
Por todo ello le gustó saber que en aquellas poblaciones no podían entrar los
curas.
-Durante la guerra de castas –explicó Eustaquio, el
tío segundo-, los curas apoyaron a los criollos. Por eso los indígenas les
prohíben la entrada al pueblo y practican un sincretismo religioso, mezcla de
la religión católica, mezcla de las creencias precolombinas.
Enrique, por su parte, también se las daba de ateo en
aquel entonces, pero más que nada para escandalizar a sus compañeras de clase e
ir a tono con la época. Años después, tras caerse de un risco a gran altura y
salir completamente indemne del mar, sintió la voluntad divina y volvió a la fe.
Sin embargo, en ninguno de los dos casos, tanto en su fase de ateo como en la
de creyente mantuvo posición histérica alguna. Ni era un jacobino come curas ni
fue nunca un convertidor de almas. Respetaba las creencias de cada uno.
En la segunda parte del día o más bien dicho en la
noche, los jóvenes salían en busca de una fiesta. La primera vez se colaron
directamente. Sabían por su primo segundo que en aquellos lugares donde oliera
a pino, había una tarima para el baile recubierta de hojas de dicho árbol. No obstante su primera incursión casi acaba
mal cuando uno de los asistentes, ya borracho, se acercó a ellos y dijo en tono
amenazador.
-¿Qué pasó capitalino? ¿Vienes a ver cómo nos
divertimos?
-Sí. ¿Pasa algo? dijo Cerillo al que le encantaban las
broncas.
-Además ¿quién los invitó?
Ante esa pregunta ambos muchachos se quedaron
callados. La música de la tambora había desaparecido de pronto y se empezaba a
formar un coro rodeándolos.
-Fui yo- dijo de pronto una hermosa muchacha que no
conocían de nada. Son los primos de Esteban que están de visita.
- Y yo también –confesó la amiga de esta al tiempo que
rodeaba el cuerpo de Cerillo.
La tambora volvió a tocar y, pese a que las
explicaciones de las muchachas no eran muy creíbles.
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