En el trabajo,
a José Ignacio lo consideraban un inquisidor. Lo odiaban. Y en verdad que la
descripción no se alejaba mucho de la realidad ya que controlaba todo gasto que
hiciera empleado alguno con dinero de la empresa como si fuera propio el monto
aportado. Los vendedores de la empresa de productos médicos, debían desplazarse
varios días por semana a distintos puntos de la geografía española y recibían
en adelanto dinero para su gasolina comidas y, si se daba el caso, hospedaje,
pero a cambio debían aportar las facturas
correspondientes. Si el vendedor no justificaba el gasto, éste era
directamente descontado del salario del empleado a fin de mes. En ese sentido,
contaba con el pleno apoyo de su jefe que, no obstante a veces se permitía
algunos gestos populistas y lo desacreditaba frente a la plantilla. Luego, en Privado, Don Elías
lo felicitaba por su trabajo y por el celo con el que lo ejercía. No le
importaba ser el poli malo ni comer solo y mucho menos aun los chistes que se hacían a
su costa El tenía un cometido al cual
era fiel como si de una orden divina se tratase. Todo empleado que recibía
dietas para un viaje comercial, por ejemplo, sabía que tenía que justificar
hasta el último céntimo de lo gastado y devolver el sobrante o, si las cuentas
no cuadraban, el importe faltante le sería retirado de su nómina. No obstante esa parte de su labor consistía
en un simple divertimento que se permitía hacía el final de la jornada. El
resto del día se lo pasaba haciendo la contabilidad de la empresa y buscando
cualquier subterfugio legal que le permitiese descontar impuestos. Consideraba
que los impuestos eran una imposición del Estado que ordeñaba a los hombres
trabajadores para ayudar a unos vagos fracasados.
Al volver a
casa se encontraba con su esposa e hijo. Ella era una exitosa abogada que
representaba a grandes empresas en sus litigios contra la administración,
mientras que Arturo ya estaba terminando la secundaria. Hasta esa edad, todo
había funcionado perfectamente en su vida. Prácticamente se podía decir que
solo se veían los fines de semana y las vacaciones y como suele ocurrir con las
parejas que disponen de tan poco tiempo libre, en esas ocasiones todo era
fiesta. Nadie se quería hacer mala sangra sino disfrutar del momento. No
obstante, Arturo empezó a mostrar signos inquietantes. Un día en plena cena
empezó a reírse sin parar de cualquier tontería al tiempo que comía con
fruición y ensalzaba la textura única de los alimentos. Sus ojos estaban
colorados como un semáforo en alto. En otra ocasión, se presentó a las 3 de la
mañana completamente borracho. Su madre estaba consternada, pero José Ignacio
tan solo lo atribuyó a la edad y no quiso hacer un mundo de ello. A fin de
cuentas, el mismo también había fumado porros y bebido en su juventud y ahí
estaba con una excelente memoria, plenamente funcional en lo sexual y con toda
la vida resuelta por delante. Cuando sí empezó a preocuparse por su hijo fue
cuando este empezó a cuestionarlos. ¿Por qué no había tenido un hermano o
hermana si, como estaba claro, se lo podían permitir? ¿Por qué su padre
mostraba tanto celo por el dinero que gastaban los empleados y no así con los
despilfarros del jefe? ¿Por qué su madre buscaba toda clase de subterfugio para
que las empresas no pagasen impuestos si tanto dinero ganaban después de todo? Esas preguntas que eran verdaderas
recriminaciones veladas empezaron a generar un mal ambiente. En un primer
momento, y puesto que las preguntas eran formuladas en tono inocente, buscaron
darle una respuesta simple como si se tratara aun de un niño. No obstante
cuando Arturo no quedó satisfecho y continúo planteando preguntas los padres,
que ya no sabían que responder, terminaban los interrogatorios con frases del
tipo “porque así es” o “porque lo digo yo”. O incluso algunas veces contraatacaban
trayendo a colación la disoluta vida que llevaba su hijo en los últimos meses,
pese a que en la escuela seguía aprobando sin problemas.
A partir de ese momento, la cena que era el
momento de convivencia familiar se había convertido en una batalla más que
librar después de una dura jornada laboral. Eso cuando Arturo se presentaba,
porque en muchas ocasiones se quedaba con sus amigos y llegaba ya cenado. No
obstante, como una tormenta de verano, los tormentos familiares parecieron arreglarse
por un acto fortuito.
Fue en el trabajo.
La empresa llevaba ya un año resintiéndose de los efectos de la crisis y hasta
ese momento tan solo se había congelado el salario de los empleados, pero llego
el momento en que fue necesario empezar a despedir parte de la plantilla. Por
ser uno de los más novatos, Lizardo un joven comercial que prometía mucho
estuvo entre los elegidos de esa primera remesa. No obstante un año atrás se
había metido en un piso con su novia y
estaba pagando la hipoteca. Ante el jefe, Lizardo se mostró totalmente
tranquilo incluso fingió creer las
promesas que este le hacía en el sentido de que cuando pasase la mala racha
volvería a ser contratado. Cogió su talón de indemnización y le dio un fuerte
abrazo al jefe como despedida. Antes de salir, de la empresa se dirigió a la
oficina de José Ignacio para finiquitar las cuentas de sus últimos viajes. José
Ignacio no tenía particular interés en recibirlo e incluso le había sugerido la
posibilidad de hacerlo otro día, dando a entender veladamente que se podía ir
sin realizar esa última gestión. Pero Lizardo insistió en dejar todo limpio.
-Veamos
Lizardo, en lo que va de mes has ido dos
veces a Valladolid y Zamora y otras
tantas a Ciudad Real y Valdepeñas e
incluso has pernoctado una noche en Cuenca.
- Así es.
-Gastos de
hotel, gasolina, comidas. Por lo que veo todo está al día. Alguna cosa que
falte.
-Solo una.
Sin mediar
palabra, Lizardo inclinó su cuerpo sobre el escritorio, cogió el abrecartas de
José Ignacio y de un rápido movimiento izquierda derecha le hizo un tajo en la
mejilla, pese a que José Ignacio por puro instinto había echado hacía atrás la
silla a tal punto que se cayó. Lizardo iba a patearlo en el suelo cuando
apareció la secretaria de José Ignacio.
-¡Lizardo! Tan
sólo pronunció.
El apelado
desistió entonces de sus propósitos no sin antes dejar claras las razones de su
proceder.
-Eso te pasa
por andarnos jodiendo siempre la vida con los justificantes de las dietas como
si se tratase de tu propio dinero. Eres un asco y un vendido.
Acto seguido,
al ver que empezaba a arremolinarse la gente a la entrada del despacho, abrió
la ventana y salió corriendo. José Ignacio fue llevado al hospital donde dijo
que había sido agredido por un ladrón. Ni los médicos se tragaron ese cuento
chino y mucho menos la policía cuando visitó el despacho al día siguiente, pero
como previamente todo el mundo había sido aleccionado sobre qué decir y a falta de un testimonio
divergente esa sería la versión oficial que prevalecería, Lizardo no fue
fichado.
En el hospital
y con el fin de tratar mejor la herida, José Ignacio fue rasurado. Cuando se
despertó de la anestesia sintió que le faltaba algo, pero no sabía el qué. Aún
estaba medio grogui y cansado. No fue hasta que le hicieron la primera revisión
y le quitaron los vendajes que se dio cuenta de que ya no tenía barba y lo peor
de todo es que ya no podría tenerla, ya que el tajo era lo suficientemente
grande como para que pudiese crecer algo encima por lo siempre se notaría la
herida y una barba en esa zona simplemente quedaría muy mal. Esa pérdida le
sentó muy mal ya que él creía que como lampiño no podría nunca ejercer la misma
autoridad. Sentía que perdía con ese elemento de su cara parte de su
agresividad y del temor que infundía a sus compañeros. No obstante, como decía
su esposa, lo importante era que había sobrevivido. Además la cicatriz en plena
mejilla tampoco estaba mal para el propósito de la respetabilidad. A José
Ignacio nunca le había importado destacar su belleza y prueba de ellos eran los
kilos de más que formaban una vistosa pancita cervecera. Sin embargo, lo que lo
tenía de peor humor era la obligación de tener que descansar unos días en casa,
ya que era de esos trabajadores que se
imaginaban imprescindibles para la empresa y entre sueño y sueño, tenía
pesadillas de cómo los comerciales estafaban a la empresa a base de engañar al
incauto de su substituto temporal.
Durante todo
el tiempo que estuvo en el hospital, sólo don Elías lo visitó un par de veces. En cierta forma, se sentía culpable por hacer
cargar con todas las responsabilidades de ser el poli malo a José Ignacio.
Aunque luego recordaba el entusiasmo que éste ponía en ejecutar su papel de
villano y sus remordimientos se apaciguaban. Una de las razones por las que más
era repudiado José Ignacio era porque su control contable no conocía
jerarquías. En una ocasión, volviendo de Lugo adonde habían asistido a un
congreso médico todo el equipo comercial, el jefe en un acto populista que tan
enfermo ponía a José Ignacio había ordenado a sus empleados que al pasar por
León visitasen la ciudad y comiesen en el parador a cuenta de la empresa sin
reparar en gastos.
El jefe
comercial no se privó de ningún capricho y José Ignacio consideró ese gasto
desmedido en tiempos de crisis como un insulto personal. La respuesta fue
expedita, al finalizar el mes uno de los comerciales jóvenes que estaba a
prueba y que no había tenido nada que ver en la comida, fue terminantemente
cesado de sus funciones. Carlos, el jefe comercial con quien José Ignacio
mantenía un pulso de poder fomentado por el propio don Elías, se quejó de la
decisión adoptada, habida cuenta de que él le había prometido al chico la
renovación.
-El problema
es que hay demasiados gastos inútiles en esta empresa. Por algún lado hay que
aligerar –dio por toda respuesta.
Finalmente
llegó el día en que le quitaron los vendajes de la cara. Como suele suceder a
las personas que se han hecho una cirugía estética de cambio de cara, José
Ignacio sintió un temor al ver al desconocido que se asomaba del otro lado del
espejo, pero pasado el primer desconcierto, se reconoció a si mismo e incluso
bromeó sobre el hecho de que había rejuvenecido varios años, llamando así la
atención de su esposa que no estaba acostumbrada a verlo reír. Por su parte,
Arturo, en función de sus horarios, no se había apartado del lecho
patriarcal. Dividía su tiempo entre la
escuela por la mañana, el hospital por la tarde noche donde hacía los deberes y
su casa donde finalmente descansaba. Pese al temor de que se juntase con sus
malas compañías, sus padres lo habían alentado varias veces a que saliera a
divertirse, pero el siempre prefería permanecer al lado de su padre.
El lunes
siguiente, diez días después de que ocurriera el incidente, José Ignacio se
presentó en su centro de trabajo. Como esperaba no hubo ninguna fiesta de
bienvenida y los compañeros apenas se esforzaban en fingir una alegría por su
recuperación. Su substituto, sabedor del celo profesional de su superior y
esperanzado en que le renovasen el cargo al menos un mes más ya le tenía todas
las cuentas listas. Sin embargo, José Ignacio, en lugar de hundir sus ojos en
aquellas hojas rellenas de números decidió invitarle un café.
-Dime ¿Qué
experiencia anterior tienes en un puesto como éste?
-Acabo de
terminar la carrera. Estuve 6 meses en una ONG controlando las donaciones y su
distribución.
- ¿Y te cansaste de ayudar a los demás y
decidiste ir a por la pasta?
- Más bien
quería poner en práctica mis conocimientos en una empresa. Competir en el mundo
real. Y si el aumento de salario nos viene muy bien a mí y a mí novia. Queremos
meternos en un piso ella y yo.
-O sea que
ambicioso y osado.
-Hombre,
¿ambicioso?...
-No te
disculpes. Eso es bueno para la empresa. Respecto a lo segundo meterse a pagar
una hipoteca con los tiempos que corren
no sé si llamarlo amor o inconsciencia.
- Por ahora
sólo estamos pensando en alquilar un piso para probar la convivencia durante un
año y, si funciona casarnos y entonces si comprar algo.
-O sea que quieren probar el pastel antes de
comprarlo. ¡Ay! ¡Qué pillines!
-Llevamos 7
años juntos, pero ambos sabemos de casos en que las parejas idílicas se rompen
cuando se dan cuenta de que el otro ronca o deja todo manga por hombro.
Nosotros queremos casarnos sabiendo lo que hay.
-Llevo 17 años
casado y tengo un hijo. Créeme, nunca se sabe completamente lo que hay. Y es
bueno que esto sea así por qué el día que conoces plenamente a tu pareja, es el
día que empiezas a hartarte de ella. Pero tienes razón en lo de que la
convivencia suele ser el gran reto de las parejas idílicas de años.
Durante los
siguientes días, José Ignacio dejó que Alberto, su ya otrora substituto, lo
pusiese al día de los distintos gastos que había recibido y de cómo los había
clasificado temporalmente ya que sólo José Ignacio conocía la forma exacta en
que debían guardarse los papeles y que respondía a un método que él mismo había
inventado. Le gustó el trabajo de Alberto y al final de la semana le pidió a
don Elías que le renovase un mes.
-¡Hombre! ¿Qué
quieres que te diga? Me sorprende esa decisión. Tú nunca has necesitado ayuda
alguna.
-Es cierto,
pero la empresa crece y yo ya no soy tan joven después de todo. Además, me he
dado cuenta de que si Lizardo me hubiese hecho un daño mayor no sólo la
contabilidad habría sido un desastre sino que también todo habría quedado
desclasificado, pese al buen hacer de Alberto, ya que nadie conoce el sistema
de archivo salvo yo.
-Bueno,
hagamos una cosa. Que Alberto te ayude a digitalizar el archivo y luego ya
veremos si se queda.
-Pero
tardaremos meses en ello.
-En primer
lugar, él tardará meses. Y en segundo lugar, ya va siendo hora de que la
contabilidad de esta empresa entre en el siglo XXI.
-No digo que
no tenga razón don Elías, pero tampoco ayuda que el gobierno español siga
pidiendo las facturas físicas en vez de escaneos.
-Esa es otra
historia.
La noticia de
que José Ignacio había pedido un favor para un compañero corrió por la oficina.
A él se le solía comparar con Rick, el protagonista de Casablanca, porque nunca
se arriesgaba por nadie y también por su cara de perro, pero sobre todo por lo
primero. No obstante, no faltó quién achacara esa obra a una actitud mezquina más
que a un buen gesto de solidaridad con un compañero. Sabido era que José
Ignacio y los ordenadores no se llevaban bien. Empezó a correr el rumor de que
una vez digitalizada la contabilidad de la empresa, José Ignacio en persona
echaría a Alberto. Y por supuesto no faltó quién le fuera con el chisme a éste
último.
-Pero si se ha
portado muy bien conmigo. Yo ya debería estar en la calle.
-No te
preocupes que pronto lo estarás. Nosotros sólo te avisamos para que te vayas
buscando algo y no te pille desprevenido.
Como Alberto
no quería pelearse con sus compañeros y parecer un pelota y mucho menos con su
jefe que hasta ahora se había portado tan bien con él, decidió mantenerse
expectante y, de cualquier manera como no se consideraba idiota, ir buscando un
nuevo empleo. Lo que él no podía entender era la mala fama que tenía su jefe directo.
Se decía que no perdonaba un centavo, pero Alberto mismo había visto como José
Ignacio había echó la vista gorda ante unos gastos de motel y bebidas poco
justificable entre risitas.
-Mira tú el
viejo. ¡Qué travieso! ¿Quién lo iba a decir con su edad?
Las semanas
pasaron y pese al odio que generaba a su paso, los compañeros de la oficina no
pudieron dejar de notar que el antiguo dictador de los recibos se había
ablandando y no sólo se trataba ya de su relajación en cuanto a los gastos,
sino pequeños detalles que confirmaban dicho cambio. El día de su cumpleaños
invitó a sus compañero a comer, los comerciales disponían de más efectivo en
sus viajes para agasajar mejor a sus clientes y, sobre todo, se le veía
sonriente y haciendo bromas todo el tiempo. La oficina se dividió en dos.
Aquellos, sobre todo los comerciales que acogieron con muy bien humor el cambio
y pensaban que había que aprovecharlo mientras durara, porque volvería
finalmente a su ser. En general estos se volvieron más amables con él. Sin
embargo, también estaban aquellos cuyo odio adquirido les impedía aceptar que
la situación había cambiado y pensaban que se trataba de una maquiavélica
estratagema cuyo fin desconocían.
El que
ciertamente no estaba contento era don Elías. Sin siquiera espiar a su empleado
intuía los cambios que se estaban generando a través de pequeños trozos de
conversaciones cuando se presentaba de improvisto en la cocina de la empresa a
la hora del café o, simplemente, por el buen ambiente que se estaba
desarrollando y que él temía acabase rompiendo el orden y la disciplina
impuestos durante tantos años. Sin embargo, decidió correr un tupido velo en
lugar de llamar al orden a José Ignacio. Tenía dos razones para ello. En primer
lugar, porque creía que José Ignacio aun estaba asustado del atentado sufrido y
buscaba de algún modo ganarse la simpatía de sus compañeros. No obstante, don
Elías era un convencido de que las personas son como son y no pueden enmascarar
su ser eternamente. La segunda razón por la cual no lo llamó al orden fue
simple y llanamente porque le tenía afecto.
Sin embargo,
no sólo don Elías estaba preocupado con la nueva actitud relajada de José
Ignacio. Carmen, su esposa, veía con temor la relación de amistad y coleguismo
que Arturo y él estaban desarrollando. Sobre todo, le molestaba que le diese la
razón a su hijo comunista cuando soltaba sus discursos sobre las injusticias
del sistema actual y que ahora fuese tan permisivo con él. De hecho sospechaba
que en alguna ocasión José Ignacio había compartido un porro con su hijo. En
aquella ocasión él estaba muy risueño cuando de pronto de quejó de un dolor de
cabeza. No obstante, sus ojos no lo traicionaban. Sospechaba que él podía haber
usado gotas para los ojos, pero por otra
parte, le gustaba verlo tan detallista y apasionado en los últimos tiempos. En
definitiva no sabía cuál de sus dos esposos; el darth vader de los números
serio y aburrido o el alegre e irresponsable, le gustaba más.
En otra
ocasión, lo encontró a las 5 de la tarde en casa jugando a la play con su hijo
quien, a esas horas debía hacer sus deberes. Al ser interrogado por Carmen,
alegó que se había sentido mal y había pedido la tarde libre. En los viejos
tiempos, él nunca habría dejado la oficina por un malestar temporal.
-¿Se puede
saber qué te pasa? – le espetó a bocajarro Carmen.
-Ya te lo dije
sentí un agudo dolor estomacal con nauseas y decidí tomarme la tarde libre.
Ahora me siento mucho mejor.
-No me refiero
a eso.
-¿Entonces?
-Aunque
estuvieras enfermo, no entiendo qué haces aquí jugando con tu hijo en lugar de
supervisar que haga sus deberes.
-Ya entiendo.
Quieres que sea su persecutor en lugar de su amigo.
- Yo sólo
quiero que vuelvas a ser responsable.
-Querrás decir
aburrido.
-Lo uno no
está peleado con lo otro.
-Si de algo me
ha servido esta herida, ha sido para darme cuenta de cuan absurda era mi vida
antes, granjeándome el odio de todos los empleados para que don Elías, que gana
2 millones limpios al año rasque un poco más a costa de hacerle miserable la
vida a sus empleados. Y de vez en cuando les soltaba alguna propina populista
para que creyeran que no era él el villano, sino el menda. Pues eso se acabó,
ahora voy a ser el tipo enrollado y popular para que ellos vean lo hijo de puta
que es su jefe.
-Hasta que te
echen
-Ya veremos si
tiene huevos el viejo. Habida cuenta que soy el único que sé cómo está
clasificada la información.
-Nadie es
imprescindible.
Pasaron unos
días más en que José Ignacio explotó el cuento de su enfermedad y se quedó en
casa llevando una vida desordenada. Ni siquiera se afeitaba y se pasaba todo el
día jugando sólo o con su hijo. Empero un sentimiento de culpa empezó a
crecerle. De hecho el viernes estuvo a punto de ir a trabajar, pero en el
último momento decidió tomarse el puente. No obstante al llamar a don Elías
para decirle que no se presentaría este le dejó un claro mensaje.
-Si no vienes
el lunes, ya no vengas.
Después de un
último fin de semana de desenfreno, se despertó a las 6 de la mañana y tras
tomar su acostumbrada tostada y café con su esposa, se dirigió al baño para afeitarse
y dirigirse al trabajo. Se había cansado en tan solo una semana de tanto tiempo
libre y estaba decidido a volver con la misma energía de antes. Cogió la
máquina de afeitar y se dispuso a borrar su ya tupida barba. Sabía que le
costaría y que la sesión en sí sería llena de tirones como cuando se coge una
navaja de mala calidad. No obstante su barba aun no estaba tan crecida como
para presentarse a la oficina. Además su mata de pelo partida en dos en la
mejilla se veía horrible por lo que tenía que desaparecer completamente Como
siempre cuando se afeitaba, empezó por la unión de la patilla con la barba.
Tras dejar lisa su mejilla derecha siguió con la izquierda. Antes de pasar al
centro propiamente dicho se lavó las mejillas y cogió más crema para afrontar esa
última parte; la más dolorosa. Fue entonces cuando tuvo la idea. Se dio cuenta
de que el deseo lúdico de los días anteriores volvía renacer como una amenaza
lejana aún. Se limpió la mano y tan solo emparejó la parte del cuello a la
altura de la nuez de Adán. A partir de ese día, volvería a la oficina ya no
convertido en el tirano de los números que tanto agradaba a don Elías ni
tampoco el colega irresponsable. Con su hijo sería justo y flexible, pero aplicaría
sin dudarlo la ley en aquellos casos donde considerara que había un abuso.
Sería él mismo. No él que querían don Elías o su propia esposa o su hijo que
fuera.
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