El viaje desde
Zitácuaro al santuario se estaba haciendo eterno para los estudiantes del
liceo. Por más que se los explicaran, no entendían la importancia de que unas
mariposas recorriesen miles de kilómetros para reproducirse y, en el caso de
los machos, de poco les servía tanto viaje ya que a las pocas horas de copular
caían fulminantemente muertos.
-Para eso ya
se podían haber ahorrado el viaje –decía entre risas Luis, pese a que acto ipso
facto su maestra le había censurado el comentario.
Habían pasado
unos días en una hermosa hacienda donde, amén de estudiar unas horas al días,
los 15 chicos y las 3 chicas del curso se la pasaban jugando en la alberca y
mil otras cosas. Su curiosidad por la anatomía del sexo del otro se despertaba.
De hecho Rodrigo fue la víctima iniciática de la curiosidad de sus compañeras.
Después de ducharse, él se dirigió a la cómoda para coger su ropa. No obstante,
dado que las habitaciones comunicaban interiormente y que precisamente la suya
lindaba con la de Claudia, Cristina y Gabi, tuvo la delicadeza de pedir que
cerraran la puerta para que el pudiese coger su ropa. Ellas, lejos de
obedecerle cruzaron el umbral de la habitación. Rodrigo, que las oyó venir tan
sólo acertó a taparse con la almohada mientras retrocedía hacía la cama. Ellas,
resueltas, lo rodearon y despojaron de su único taparrabos para luego salir
corriendo entre risas. Con 10 años a Rodrigo esa travesura de sus compañeras le
produjo en esa ocasión una gran vergüenza y sonrojo. Más adelante desearía
infructuosamente que se repitiese la misma situación.
El viaje se
hacía eterno. Pronto había dejado el camión la carretera para meterse en una
senda polvorienta. A Armando, una avispa le había picado y por una vez en su
vida una lágrima se le había escapado de entre los ojos. Por supuesto, como no
podía ser de otra manera, en un momento dado el camión había ido a dar a una
zanja. La maestra, que no se arredraba por esas pequeñeces había buscado un
medio de transporte alternativo, mientras que el chofer iba a buscar ayuda para
sacar el camión. Sin embargo, el campesino al que se le solicitó la ayuda quiso
aprovecharse de la situación y cobrar 1000 pesos de aquel entonces. Toda una
fortuna. Al final, la maestra decidió que la distancia no era demasiado larga y
que irían a pie. Ya los recogería el conductor en el santuario al volver. Esa
resolución provocó largas caras de desanimo entre los estudiantes. No solo llevaban
horas en ese pinche viaje sino que ahora, además, tenían que caminar.
Al cabo de un
rato Michael abogó por un descanso para tomar el lunch. La maestra no quería
concederlo porque ya estaban cerca y
además en un par de horas caería el sol, pero no tuvo más remedio que ceder al
clamor popular a condición de que el descanso solo durase 10 minutos. La torta
y el refresco apenas calmaron el hambre de los pupilos y por supuesto que el
descanso les pareció completamente insatisfactorio, pero sabían que no iban a
conseguir más de parte de la madame.
Fue Raúl quien
divisó primero las mariposas. Iba adelante apretando el paso con afán de acabar
lo más pronto posible, cuando de repente al salir de una curva se detuvo en
seco y sin decir palabra alguna estiró su brazo apuntando hacia adelante. Ahí
estaba el primero de varios árboles completamente tapizado de mariposas.
Empezaba a atardecer pero la luz aun atravesaba con firmeza las ramas para
engalanar los colores negro y naranja con motas blancas. Parecía una
coreografía de millones en la que todas las alas se agitaban al mismo tiempo.
Cuando la maestra les había dicho que esos seres diminutos viajaban miles de
kilómetros y que incluso algunos de ellos se habían desviado y llegado a
latitudes tan lejanas como las islas canarias los alumnos, para los cuales el
tamaño era muy importante, no se lo podían creer. Pero en ese momento, ante el
milagro de la reproducción colectiva, ante la belleza de la unidad
multitudinaria a partir de la aportación individual de cada unos de esos seres
alados, los jóvenes ya se habían olvidado de los kilómetros recorridos por las
mariposas y por ellos mismos para llegar al santuario. Lo único que contaba en
ese momento era la contemplación. Años más tarde; Rodrigo pensó que, de haber
escrito “la escritura de Dios” no habría empleado a un jaguar como depositario
de la palabra divina sino las motas blancas de las monarcas.
No obstante,
la perfección es efímera y no sin pesar tuvieron que dejar atrás los alumnos el
santuario mientras las sombras crecían. Incluso el autobús escolar se
encontraba a la salida del bosque esperándolos. Lo que había empezado como un
día fastidioso había terminado en éxtasis. Ninguno de ellos, al cerrar los ojos
esa noche, dejaría de ver los árboles llenos de lepidópteros. Fue Armando,
dejado atrás todo dolor por el aguijonazo, quien resumió la valía de ese día
cuando se dirigió a la maestra y le dijo:
-Ha sido la
mejor aventura de mi vida.
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