LA
VENGANZA DE ARTHUR CONAN DOYLE
Desde el momento
en que maté a mi criatura, empecé a recibir esas malditas cartas. Primero me
suplicaban como niños al pie de sus camas, como si yo fuese Dios Todopoderoso,
para que cambiase el destino. Sin embargo, cuando se dieron cuenta de que no
accedía a sus ruegos pasaron a amenazarme. Fue entonces cuando descubrí la
ralea de mis lectores y cuanto daño
había hecho creando a Sherlock Holmes. Mi madre me había advertido sobre el
peligro que me esperaba si acababa la vida de Sherlock, pero jamás pensé que
llegarían tan lejos. Se creían dueños del personaje y peor aun desafiaron las
mismas leyes de la naturaleza proclamándome, muy a mi pesar, un dios capaz de
quitar y dar vida de nuevo. Al final, después de una década de desprecios y
amenazas, accedí. Resucité a su ídolo y asumí mi destino de pasar a la
posteridad como un autor menor, carente de una gran profundidad intelectual en
sus obras. Adiós a mis novelas históricas que me iban a convertir en el Walter
Scott de principios del siglo XX. El cocainómano, extravagante y exhibicionista
detective será mucho más recordado que yo; su padre, que siempre llevó una vida
recta emulando a los griegos, mezclando la labor literaria con la práctica del
deporte para dignificar mi cuerpo.
Nunca me
perdonaron mis lectores. Y por supuesto, fue un gran error de mi parte
presentarme en 1900 como candidato de la Unión Liberal. A falta de valor para
enfrentarse a mí en la calle -sabían de
lo que era capaz cuando boxeaba-, me retiraron su apoyo en las urnas. Así
colmaron su venganza los muy mezquinos, sin importarles que se condenaban al
mismo tiempo a ser representados por un candidato de menores atributos que yo. No
les bastó a esa gentuza que les entregará la mejor de las aventuras del
detective y de su amigo, el médico despistado, dos años después. Querían mi
claudicación y última humillación. Y como suele decirse las desgracias nunca
vienen solas. Al poco tiempo, se diagnosticaba la enfermedad mi querida “Touie”.
A los dos años de la resurrección de Sherlock, moría ella de tuberculosis. Nada
se pudo hacer, pese a ser tratada por los mejores especialistas. Incluso la llevé
a Suiza, invocando un milagro que no llegó. Veinte años fue mi compañera. Lo
soportó todo; mis depresiones por no poder hacer una obra grandiosa y las
amenazas de los lectores. Siempre apoyó mis decisiones. Y pese a que ella
también admiraba mi criatura nunca, absolutamente nunca, me hizo el menor
reproche al respecto. Afortunadamente, el tiempo lo cura todo y así un año
después ya me había vuelto a casar con Jean Elizabeth. Sí, las gacetillas de la época se burlaron del
poco tiempo pasado entre la muerte de mi primera esposa y mi segunda boda.
Incluso hubo quien citó los versos de Hamlet. Y en efecto, tenían razón. Jean y
yo nos conocíamos de antes, pero nunca fuimos amantes por respeto a Louise. De
hecho, no me arrepiento de haber mantenido una relación epistolar y platónica
con ella. Sin embargo, ni siquiera esta unión me sosegó. Peor aún fue la cosa
cuando ella misma me confesó que había estado a punto de romper nuestra
relación, cuando tome la decisión de tirar precipicio abajo al detective. Fue
la mayor humillación de mi vida. Sentí como si ella me hubiera engañado con el
otro. Por eso tenía que vengarme, aunque
fuese lo último que hiciese. Me enteré por un joven francés de las excavaciones
que se estaban haciendo cerca de mi casa. El joven, dicho sea de paso, quería
revestir sus aspiraciones místicas de cierta base científica, para explicar la
creación de la tierra y la evolución del ser humano. Por ello estaba muy
interesado en la paleontología, como si se pudiese llamar ciencia a tal
charlatanería.
A partir de
ahí mi cerebro se puso en marcha para idear un crimen que ni mi misma bestia
fuese capaz de descifrar. Por supuesto, después de eso ya habría cumplido mi
ciclo vital y no necesitaría seguir en pie más tiempo. De hecho busqué una
muerte digna al servicio de su majestad; en el ejército. Empero, los necios de
la oficina de reclutamiento rechazaron mi solicitud por tener 55 años. Me
jubilaron sin derecho a objeción, pese a que me seguía manteniendo fuerte y mi
voz aun era clara y firme. A cambio, para halagarme, me dijeron que sería más
útil haciendo propaganda para el esfuerzo de guerra, como el actor cobarde del
bigotito. Pese a todo, hice lo que hice por Inglaterra y porque, me consolaba
yo, de esta forma ayudaba a mi hijo en el frente. Sin embargo, ni todo mi
esfuerzo propagandístico pudo impedir que Kingsley también enfermara y muriera a
falta de 2 semanas para el final de la Gran Guerra. Al intentar alistarme en
1914 buscaba secretamente protegerlo, pero también deseaba una muerte digna. Ese
día la encontré bajo la más dolorosa herida que pueda soportar un padre. Me
alegro de que “Touie” no haya tenido que pasar por ello. Dios, quiso sin embargo, proporcionarme un
consuelo en mis últimos años y me permitió ponerme en contacto con ellos a
través de mentes claras. Mediums les llaman y en efecto son un medio de
comunicación incluso más potente que el teléfono, ya que si este lleva la voz a
través de las distancias, estos en cambio trasponen la frontera más
inescrutable de la humanidad. Tanto así que solo un hombre ha podido cruzar la
vida y la muerte a su voluntad. Cierto es que se trata de una comunicación
unidireccional y fragmentaria, pero no todo se puede tener en esta vida. Pese a
mi impostura, no creo ser digno del castigo de no reencontrarme con ellos y,
por otra parte, me alegro de que la policía no crea en estos medios de
comunicación porque si no me llamarían de mi otra morada para declarar.
Theillard se
llamaba el joven francés que me descubrió involuntariamente las excavaciones de
Charles Dawson. En realidad, lo hizo en una posada mientras que hablaba
apasionadamente de los avances de Dawson. Estaba tan ensimismado en su
conversación que ni siquiera se dio cuenta de que me encontraba a su espalda. A
mí siempre me ha parecido una payasada esa seudo ciencia llamada paleontología,
pero había algo en la verborrea de ese francés que no se podía negar. Puesto
que el ser humano llevaba miles y miles de años pisando la tierra, donde si no
en Europa y más concretamente en Inglaterra, se podrían encontrar los restos
más antiguos de nuestros antepasados. A fin de cuentas, esta región del mundo
era la más avanzada y próspera y eso no se podía deber a otra cosa más que, al
estar más tiempo en la tierra, los habitantes de este continente y más
concretamente de estas islas habían desarrollado antes su ingenio e
inteligencia, que a la postre nos permitiría dominar el mundo. El hecho de que
hubiera otras culturas poderosas antes que la nuestra, sólo se podía deber a la
falta de medios de comunicación, que nos mantenían en un maravilloso
aislacionismo como diría Lord Palmerston. No obstante, una vez que nuestras
islas se quedaron pequeñas para nuestras necesidades y que hubo que luchar con
los demás por nuestro espacio y materias primas, fue cuando prevalecieron
nuestros ingenios y habilidades milenarias. Primero nos hicimos los dueños del
mar derrotando a la armada española y, a partir de ahí, conquistamos el mundo
entero. Nunca nación alguna ha poseído colonias en todos los continentes a la
vez y nunca se repetirá esta situación. Y, por
supuesto, si se encontrasen los
restos de este Adán primigenio no podrían tratarse más que de los restos de un
hombre ya que como la propia biblia lo menciona, primero fue el varón. Digan lo
que digan las locas sufragistas. Pero una cosa es eso y otra muy distinta el
excavar al azar en busca de un ser mitad hombre mitad mono del cual, según
dicen las petulantes teorías modernas, descendemos. Estos charlatanes se
atreven a dictaminar la edad de la tierra en millones de años a través de procesos
ridículos. No obstante, esta noche me vengaré tanto de esos payasos como de mi
propio personaje que me apartó de la gloria literaria y me convirtió en un mero
escribano de unas investigaciones que, sin carecer de ingenio, no revisten
ninguna profundidad intelectual ni aportan interpretación alguna de los pasajes
claves de nuestra historia. Tengo en mis manos este cráneo que encontré en
Escocia, en un paraje olvidado de la mano de Dios, y tengo también esta mandíbula
de un primate que me trajo un amigo tras vivir varios años en Kenya. He
trabajado durante meses limando la mandíbula para que encajase a perfección en
el cráneo, he igualado los colores de ambas partes con el fin de que parezcan
una sólo pieza. Finalmente, ya solo me queda retornar esta noche al lugar de
las excavaciones y, cuando ya no haya nadie, depositar en el suelo mi engendro
y cubrirlo con un poco de tierra en alguna zona donde ya se haya empezado a
remover, para evitar levantar sospechas. Después de esta noche, los incrédulos
creerán que han encontrado el eslabón perdido y se precipitarán en llevarlo al
museo como prueba del triunfo de la ciencia sobre la religión e incluso
hablarán de una era Dawsoniana, pero toda esa autocomplacencia se desvanecerá
como un zucarillo en una taza de té cuando se descubra, muchos años después
espero, la impostura. Y ya para entonces todos los implicados, salvo quizá el
joven Theillard, estaremos muertos por lo que será más difícil, aún si cabe,
descubrir al criminal. Quizá lleguen a sospechar de mí. A fin de cuentas mi
rechazo a la paleontología y el hecho de que viva cerca de las excavaciones me
convierten en sospechoso. No obstante también lo será el propio Dawson al que
se le puede acusar de buscar la gloria o quizá alguno de sus enemigos por no
citar al mismo Theillard. Es decir seremos legión y como la ciencia no tiene
los elementos necesarios para discernir la autoría del crimen, la impunidad
perseverará. Habré cometido un fraude que ni siquiera el mismísimo Sherlock
Holmes podrá descifrar.
2 comments:
¡Vaya texto!Coge unos chismorreos de hace cien años y les da plena veracidad siendo que aun no se ha descubierto la verdad
Le recuerdo que se trata de un texto de ficción, no histórico
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