Una de las
pocas ventajas que trajo el coronavirusfue la de alejar los ruidos de nuestras
vidas. Más de uno empezó a oír asustado ruiditos sincronizados que resultaron
ser el gorjeo de los pájaros. Algo similar ocurrió en Nueva York hace unos años
cuando hubo un gran apagón. Muchos neoyorquinos llamaron avisando que veían una
suerte de capa blanca en el cielo que resultó ser la vía láctea.
Pues bien,
cuando ya nos habíamos acostumbrado a oír el canto de los pájaros, volvieron a
bramar en las calles el ruido de los coches. Cierto. Este ruido resulta más
placentero que el de las sirenas de ambulancias que oíamos hace unas semanas y
que interrumpían nuestra tranquilidad para recordarnos el precio que estábamos pagando
por estar en casa. No es que hiciera falta, ya que en los medios de
comunicación prácticamente no se puede ver nada que no esté relacionado con el
coronavirus, pero ese lamento ambulante era el único ruido que oíamos hasta las
8 de la noche; hora de los aplausos.
Al ruido de
los automóviles se ha sumado ahora el de los caceroleroleros a las nueve de la
noche. Que conste que me parece muy bien que cada quien exprese su opinión,
pero ¿es realmente necesario hacerlo durante media hora para concluir con el
libre de Nino Bravo a todo trapo? Quiero decir, los aplausos a los sanitarios
duran a lo sumo 10 minutos y no se usan herramientas artificiales para aumentar
el ruido del agradecimiento. Eso cuando no ponen en youtube el ruido de las
cacerolas y lo reproducen mediante amplificadores. De ahí que en uno de los
paseos que hacemos Vicky y yo oíamos el ruido pero no veíamos a nadie. Lo único
que puedo hacer para mitigar el ruido, en esos casos, es acercarme a la ventana
y cerrarla. Mi vecino, cacerola en mano, ve mi proceder y continúa su protesta.
Ni él ni yo intercambiamos palabra o signo agraviante alguno. Todo un ejemplo compartido de tolerancia si
tomamos en cuenta lo caliente que ha quedado la calle como diría Ruben Blades
en una de sus canciones. Es más, le agradezco que no salga irresponsablemente a
la calle a mezclarse con desconocidos que le pudieran contagiar y causar un
rebrote. Sin embargo, el peor ruido de
todos, el que ya tenía borrado de mi mente no es el de los coches o el de los transeúntes
platicando. Ni siquiera los caceroleros que, afín de cuentas terminan a las 9 y
media. A pesar de todo lo anterior sigo pudiendo oír ocasionalmente a los pájaros.
A lo que sí ya no estaba acostumbrado es a las obras. Y esas sí que me afectan en lo más íntimo, ya que después de comer me
gusta echarme una siestita de media hora antes de retornar a mis labores. Pero
con esos martilleos y taladros resulta en una gesta que ni el mismísimo Hércules
superaría. Así no hay quien duerma, ¡CARAJO!
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