Recuerdo una
película un poco lacrimógena acerca de un niño cuya madre muere. Ella es
llevada al hospital para curarse de una simple enfermedad y ya no vuelve al
hogar. El niño ocasionalmente habla con ella por teléfono, pero no la vuelve a
ver hasta que ella ya se encontraba en
estado terminal, días antes de fallecer. Sus únicas pistas vienen de las
ocasionales conversaciones telefónicas
que cada vez resultan más complicadas dada la quimioterapia. En un momento dado
el chico expresaba su definición infantil del horror y dice algo así como que
existen dos tipos de horrores; el que se sabe que tendrá un fin como cuando se
había roto el brazo y aquel caracterizado por la incertidumbre de qué va a
pasar.
En el caso de
la presente pandemia vivimos en un horror intermedio. Sabemos que tendrá un fin
cuando se comercialice la vacuna. Incluso tenemos esperanzas de que en no mucho
tiempo salga al mercado un remedio que pueda acortar el tiempo de sufrimiento,
pero en él mientras desayunamos, trabajamos, comemos y cenamos en nuestras
casas. En él mientras, nos enteramos todos los días de las muertes y nuevos
contagios que parecen nunca terminar. Y por si fuera poco, no tenemos ningún
país al cual aferrarnos como esperanza ya que por muy bien que hayan contenido
la enfermedad, no son libres de rebrotes como ha ocurrido en Japón y Corea del Sur; países elogiados por su
buena gestión de la enfermedad. De hecho si vemos el mapa del coronavirus, sólo
Lesoto, Turkmenistán, Tayikistán y Corea del Norte no tienen la enfermedad, ya
sea por su alto grado de aislamiento o porque ocultan la información. En
cualquier caso, como entenderán los lectores,
No tengo la menor duda de que venceremos. Entre
otras cosas porque llevamos miles años luchando contra los virus y siempre
hemos terminado prevaleciendo. No obstante, mientras que llega el glorioso día
de nuestra liberación es imposible dejar de pensar en todos los muertos y todos
los que se contagian diariamente. De hecho otra de las pesadillas de esta
enfermedad radica en el hecho de que ni siquiera sabemos cuántas son las
personas enfermas y nunca sabremos el número exacto de muertos que ha
ocasionado en cada país. Es más, como si se tratara de La invasión de los ultracuerpos podemos convertirnos en aliados
involuntarios de la enfermedad al portarla, sin saberlo, y contagiar a otras
personas. Venceremos, no cabe duda, pero no sabemos cuál es el precio que vamos
a pagar por ello. A día de hoy son demasiadas las incertidumbres que se
acumulan a corto y mediano plazo que hacen más difícil de llevar este horror de
enfermedad y confinamiento
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