Tenemos que estar agradecidos
porque llueva en estos primeros días de abril, no sólo porque se nos quitan las
ganas de salir a la calle en estos tiempos de confinamiento. Además se llenan
los pantanos siempre tan necesitados de agua en algunas regiones del país. Más
aun estando en semana santa que es sinónimo de calles abarrotadas de gente
siguiendo las procesiones o en las playas empezando a gozar los primeros días.
Lo que si no ha desaparecido con el coronavirus son las torrijas tan propias de
esta época. El último día que fui al supermercado, uno de los productos
indispensables de la lista era una barra de pan tipo chapata o lo que hubiera.
Traje dos, pero mi esposa tuvo el buen gusto de solo emplear una, habida cuenta
de que yo no iba a tomar torrijas esta semana santa, pues continuo con mi lucha
incansable contra la báscula.
En
las últimas semanas, el combate se ha convertido en una desgastante guerra de
trincheras en la que ninguno de los dos bandos consigue avanzar un centímetro de la cintura. Por
supuesto, no consigo que la maldita báscula cambie de posición al principio de
la jornada. Mi único consuelo radica en el hecho de que tampoco sube, pero debo
reconocer que el tema de las torrijas viene a ser como un campo minado y no
solo porque me gustan mucho. Cuando era pequeño, mi madre solía hacernos
tostadas francesas que vienen a ser muy similares a las torrijas, salvo que se
emplea mantequilla en lugar de aceite en su preparación. Y, por supuesto, con
su gran talento culinario, mi madre hizo un sincretismo gastronómico empleando
un mollete para su elaboración. “Manjar de dioses”, según Rubén dijo tras
desayunar en casa. La noche anterior seguramente nos corrimos una buena borrachera
o, como decía él, tuvimos una fructífera pesca de ballenas (cervezas de litro y
medio en el argot sudcaliforniano).
El caso es que, como pueden ver mis
queridos y escasos lectores, las torrijas no son un simple alimento que me
gusta. Conllevan una carga de recuerdos
imborrables que van desde los años de mi
infancia pasados en Suiza hasta mi edad adulta, en los barrios bajos de la Ciudad
de México, si tenemos en cuenta de que mi universidad se encontraba en
Iztapalapa. Por ello me resulta verdaderamente difícil sustraerme a su encanto.
Tendré que practicar meditación o
instalar un cerco electrificado en torno a su recipiente para que cada vez que
quiera meter mano un chispazo aplaque mi afán. No obstante, para que vean que
no soy envidioso, espero que ustedes puedan disfrutar de sus torrijas en casita
mientras ven llover por la ventana.
No comments:
Post a Comment