Un día la Tierra se levantó cansada y enferma. Por un
momento pensó que le había impactado un meteorito, como ocurriera mucho tiempo
atrás, pero tras palparse piernas, brazos y cuerpos, se dio cuenta de que no
era ese su problema. Mientras que se palpaba notó que estaba llena de plástico,
petróleo y otras cuantas porquerías. La mugre se acumulaba en sus piernas,
también conocidas como océanos. Sus pechos estaban rodeados de nubes fétidas
mal olientes y de las plantas de sus pies se desprendía un líquido viscoso y
oscuro llamado chapopote o alquitrán.
¿Qué me han hecho las micro especies que viven en mí? Con la
ayuda de una lupa se puso a inspeccionar cada centímetro de su cuerpo. Para la
espalda fue necesario usar espejos de aumento enfrentados. Notó que las
concentraciones de humanos eran las más sucias, pero antes de establecer un
veredicto, decidió realizar una investigación completa.
—A ver vaca, ¿se puede saber por qué emites tanto metano?
—Yo sólo hago lo que los humanos me obligan. Me tienen
permanentemente preñada y luego no me dejan disfrutar de mi becerro. No me
dejan caminar para que no fortalezca mis patas y cuando ya no produzco me
llevan al matadero. Yo no puedo controlar mis emisiones.
La respuesta le pareció muy satisfactoria a la Tierra y,
antes de entrevistar al oso polar, la gallina intervino indignada. “A mí
también me separan de mis polluelos. Y no sólo eso, los humanos me mantienen
despierta las 24 horas del día para que produzca más huevos. Así no hay quien
viva” –dijo.
La Tierra continúo entrevistando a cada espécimen de su
enorme cuerpo. Notó que su pubis y axilas selváticas habían desaparecido casi
completamente y siempre recibía la misma respuesta: “Es culpa de los humanos,
los humanos me hicieron”. Finalmente, decidió, antes de emitir su juicio,
entrevistar al líder de esa especie de dos patas supuestamente pensante.
—Dime, ¿por qué crees tener derecho de matar a todas las
otras especies y destruir mis rincones más bellos para hacer tus construcciones
de cemento?
—Muy sencillo, somos la especie superior de la Tierra, lo
que nos convierte en los dueños del planeta. En ese sentido, tenemos derecho a
hacer lo que queramos con nuestra propiedad.
—Y ¿quién te dio ese título de propiedad?
—Nadie. Simplemente me lo gané con mi inteligencia. Gracias
a ella puedo competir en velocidad con el chita, puedo levantar pesos que
cientos de caballos juntos no lograrían mover ni un palmo, y puedo desplazarme
a velocidades que nunca soñarían las águilas. En definitiva. Soy el mejor y me
merezco tus frutos.
—¿Y también por ello crees que puedes llenarme de estas
horribles construcciones e invadir mis espacios vírgenes?
—No es que lo crea. Es que lo necesito. Otro de mis logros
ha sido prolongar la vida de mis congéneres mediante la medicina. Y, claro, al
vivir más años acabamos siendo más los habitantes humanos. En algún lugar tengo
que meterlos.
—¿Y no has pensado acaso que toda esa expansión y esos humos
nocivos que tus fábricas emanan podrían producir mi muerte?
—Supongo que sí, pero qué quieres que hagamos. Nos hemos
acostumbrado a este estilo de vida y no podemos renunciar a él.
—¿Y qué harás cuando yo me muera? ¿De qué vivirás?
—Supongo que los más afortunados se irán a alguna estación
espacial o a otro planeta, si descubrimos la forma de viajar rápido a través de
las estrellas.
—¿Y el resto de los humanos y de los animales?
—Sufrirán la misma suerte que tú. Es irremediable.
—Te dices inteligente y eres la más estúpida de toda las
especies –contestó molesta la Tierra–. Los animales saben que tienen que velar
por sus congéneres y no sólo por sí mismos. Ellos saben que todo está conectado
y que hay que mantener el equilibrio entre todas las especies y conmigo. Los
animales tienen razón. Ustedes son los culpables de todo. No merecen pasar sus
días en mi cuerpo.
La Tierra iracunda iba a sentenciar a la especie humana
cuando vio a unos grupos de humanos, denostados por los demás, luchando por
limpiar los mares, protegiendo a los animales más temibles, buscando convivir
con ella más que adueñarse de su cuerpo. Entonces, la Tierra que es muy buena y
sabia, decidió apiadarse.
Sin embargo, consciente de que los Homo sapiens sólo aprenden
a base de golpes, introdujo en los murciélagos una enfermedad que pronto llegó
a los seres de dos patas. Esta enfermedad causó cientos de miles de muertos en
todo el planeta y la inmovilidad de estos seres siempre tan inquietos.
—Si se portan bien –dijo la Tierra–, la pesadilla se acabará pronto. Pero si no aprenden a usar en vez de abusar, volveré a infectarlos y así sucesivamente hasta que aprendan a respetarme a mí y a todas las formas de vida que me pueblan. Ustedes deciden.
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