Tuesday, May 04, 2010

CONTRA LA LEY DE ARIZONA Y CONTRA LOS CRÍMENES COMETIDOS A LOS INMIGRANTES CENTROAMERICANOS EN MÉXICO

Nuevamente la inmigración ilegal pasa a ser la séptima plaga del desierto, aunque en esta ocasión el escenario apocalíptico sea el desierto de Arizona y no el de Egipto. Si en 1994 Pete Wilson había promovido una ley que dejaba a los ilegales en una situación similar a los judíos en la Alemania nazi de los años 30, ya que la ley 187 les quitaba el derecho a cualquier atención médica y a la educación pública de sus hijos, Jan Brewer ha decidido criminalizar el sueño por tener una vida mejor de cualquier ser humano. Dentro de 90 días, cualquier persona de la que se sospeche que es un inmigrante ilegal podrá ser detenida y se considerará un delito contratar, albergar o transportar a un sin papeles. En ese sentido también nos recuerda a la defenestrada 187 que obligaba a los doctores a denunciar a los pacientes que creyesen ilegales como si el hecho de salvar vidas no fuese suficiente trabajo como para encimas hacer las labores de los agentes de Inmigración. Con la ley SB1070 se puede dar la paradoja de que las autoridades molesten a un inmigrante legal (o incluso a un ciudadano americano de procedencia mexicana) y, en cambio, dejen en total libertad al inmigrante centroeuropeo que está a su lado por no creerlo ilegal dados su rasgos raciales. Cabe destacar que en ambos casos, las leyes fueron promulgadas en vísperas de unas elecciones. En el caso de Pete Wilson la 187 le sirvió para hacerse reelegir Gobernador de California, mientras que la gobernadora interina de Arizona Jan Brewer, espera superar a sus contrincantes republicanos en las contiendas primarias de su partido utilizando el odio racial como arma electorera. Esperemos que al igual que su antecesora la 187, la ley SB1070, sea rechazada por la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos por violar la constitución de dicho país. No hay que ser un gran leguleyo para ver que esta normativa viola la presunción de inocencia.
Ahora bien, como menciona Antonio Riva Palacio en su artículo de El país, los mexicanos poco podemos criticarles a los de Arizona si permitimos que en nuestro propio país, y pese a conocer el via crucis por el cual pasan nuestros compatriotas para cruzar la frontera, se reproduzcan situaciones similares o peores en nuestro propio país con los centroamericanos que pretenden llegar a los Estados Unidos. En el caso de México, el secuestro de los inmigrantes para luego pedir un rescate que va entre los 1500 y 4500 dólares se ha vuelto una fuente de ingresos de mafias que van desde narcos hasta grupos como los maras, sin que las autoridades hagan nada para impedirlo. Eso cuando no son las propias autoridades las que cometen el crimen o a las que hay que pagar una mordida para que dejen pasar al inmigrante. Si en el caso de Arizona el problema es que se quiere aplicar una ley que legalice la discriminación racial, en el caso de México, las leyes no sirven de nada dada la gran corrupción y criminalidad subyacente en las autoridades de seguridad. No espero gran cosa de nuestros políticos, o mejor dicho estoy acostumbrado a no esperar nada de ellos como le ocurre a la mayoría de los latinoamericanos, pero si me parece decepcionante el casi nulo tratamiento que se le ha dado a estas noticias por parte de los periódicos mexicanos, fomentando así la ignorancia de la población que es, en última instancia, quien podría obligar a los políticos a tomar cartas en el asunto a través de protestas, manifestaciones y denuncias.
En 1990, tuve la oportunidad de visitar, por primera vez, el maravilloso Estado de Chiapas que cuenta con parajes naturales de gran belleza. Recuerdo la noche cuando tomé el autobús a Palenque. Iba sentado al lado de dos guatemaltecos. Cuando ya llevábamos una hora de camino nos paró un retén policiaco. Subieron varios agentes y empezaron a pedirles a los turistas europeos sus papeles como un mero requisito, mientras que, a los que parecíamos mexicanos tan sólo nos hacían preguntas de adónde íbamos, ya que no teníamos obligación de portar (según recoge nuestra ley) documentación alguna. En esa ocasión mí marcado acento chilango me libró de todo mal. En cambio, para los guatemaltecos su acento fue su perdición. No se les pidió documentación alguna. Directamente se les hizo bajar del autobús. Quizá porque había mucho turista, el trato que recibieron, mientras que el autobús permanecía a la vista, fue educado y correcto. Reconozco que en esa ocasión, por el temor que nos produce la policía, me quedé cobardemente callado. Por otra parte, cuando escribí las miserias por las que pasan nuestros compatriotas en Bestiario chicano no conocía las penalidades de los centroamericanos. De haberlo sabido habría escrito más de la mitad del libro sobre ellos ya que a los peligros que afrontan los mexicanos al cruzar la frontera hay que sumar, en el caso de estos, las miserias, sufrimientos e injusticias que conlleva atravesar el territorio nacional.

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