Monday, November 16, 2009

SISTEMAS ELECTORALES

Llevo ya 13 años viviendo en este país y siempre, salvo en una ocasión que me surgió un viaje de última hora, he votado en las elecciones españolas.
Sin embargo, más que andar revelando pasajes de mi vida, lo que me interesa en este y quizá otros artículos es hablar de diversos sistemas electorales. Empezaré, por ello, con los que mejor conozco que son el español y el mexicano. Siendo que la democracia, en mi país natal, está todavía en proceso de construcción, iniciaré hablando del sistema electoral español que ya está completamente asentado. Antes de empezar, sin embargo, me gustaría resaltar el hecho de que los dos principales partidos siempre hablan de que hay que reformarlo pero, una vez que llegan al poder, descubren las bondades del sistema y ya no vuelven a tocar el tema hasta que son destronados. La razón es muy sencilla. El sistema favorece ampliamente al vencedor.
Aquí en España, predomina la famosa ley d’Hont mediante la cual de los 350 diputados 102 se reparten entre las 50 provincias españolas (2 por provincia) y las dos ciudades autónomas que se llevan una cada una. Esto explica porque una comunidad más despoblada como Castilla y León tiene más diputados que Galicia, ya que tiene el doble de provincias. A partir de ahí el resto de los diputados se reparten conforme a la población de cada provincia, pero siempre favoreciendo el voto rural por encima del urbano con el fin de que las comunidades autónomas donde hay mayor población por tener grandes ciudades no eclipsen totalmente a las más pequeñas. Por poner un ejemplo, las Comunidades Autónomas de Andalucía, Cataluña y Madrid reúnen a casi el 50% de los habitantes del país y, sin embargo, sólo tienen 143 diputados lo que representa un 40% del total de congresistas. A diferencia de otros sistemas electorales donde se divide el país en tantos distritos como diputados hagan falta, aquí cada provincia es un distrito electoral con un número variable (según la población) de diputados en juego. Los resultados de cada partido se dividen por dos tantas veces como sea necesario y a partir de ahí se designan los diputados en función de las cifras más altas. Esto se hace así para evitar, como ocurre en los sistemas de distritos electorales que, por un voto se pierda la diputación y que un partido pueda hipotéticamente hacerse con todos los escaños del parlamento. En el caso español el reparto de los escaños está asegurado. La composición de la Cámara es muy importante, ya que son los diputados (no los electores) quienes van a elegir al presidente de aquella formación que logre, por si sola o en alianza con otras, reunir a la mayoría de los diputados.
Una vez que hemos visto el mecanismo y las ventajas del sistema pasemos a sus defectos que, desafortunadamente, son muchos. En primer lugar, el elector de nuestro país no elige al diputado de su circunscripción sino al partido que quiere que se lleve la mayor cantidad de diputados de su provincia. Los partidos políticos presentan un listado cerrado de nombres en función de los diputados en juego en la provincia. Si en la provincia se eligen a 5 diputados, el listado tendrá 5 nombres amen de los reservistas. Normalmente, el elector solo conoce al cabeza de lista y quizá al segundo y no sabe quienes son el resto de los candidatos. Estos, por su parte, no realizan ninguna campaña a favor de su candidatura y se cobijan en la popularidad del líder cabeza de lista con la esperanza de que su partido obtenga los suficientes escaños para que, por ejemplo, ellos también sean electos diputados. Si se está en el tercer lugar de la lista del partido, se desea fervientemente que el partido obtenga por lo menos 3 escaños . Ahora bien, estas listas cerradas en las que solo se conoce al cabeza de lista provocan que los electores no sepan quiénes son sus representantes a los que dirigirse en caso de problemas, a diferencia de lo que ocurre en otros países donde se sabe perfectamente quién es el diputado de su distrito y se tiene total acceso a él en caso de necesidad. No sólo eso, la representatividad de nuestros diputados es muy limitada por no decir nula. De ahí que los partidos se sientan poseedores del escaño de la cámara más que el propio diputado que lo ostenta. A fin de cuentas, el diputado está ahí no por sus meritos personales, no por los votos conseguidos por sí mismo, sino porque así lo quiso el partido. De ahí también que, pese a ser considerados representantes del pueblo, estén los diputados sujetos a la terrible disciplina de partido que establece que el representante popular debe decir amén a todo lo que diga la cúpula de su partido independientemente de que sea bueno o malos para sus electores. De ahí, finalmente, que no haya fisuras cuando se votan, por ejemplo, la participación de España en una guerra injusta o el alza de impuestos al pueblo llano en tiempos de crisis. El diputado tiene la obligación de obedecer a su partido y si no que se atenga a las consecuencias y castigos que le tocarán. ¡Ay de aquel que no lo haga así! Como decía un amigo en broma:”Para eso, mejor sería que sólo se presentasen los portavoces parlamentarios y su voto valiese por el de todos sus compañeros de partido. Se ahorraría mucho tiempo y muchos salarios de esta manera”. Por ello, los partidos no quieren reformar el sistema electoral ya que este, les permite contar con la obediencia ciega de sus diputados y hacer lo que les venga en gana. Se trata de un sistema caudillista cuyo mayor defecto son sus resultados finales. Si el partido gobernante tiene mayoría absoluta pierde toda cordura y acaba imponiendo sus peores desvaríos sin atender a razones. Pero tampoco mejora la situación si el vencedor no obtiene la mayoría absoluta.
Como los electores no somos los que elegimos al presidente sino los diputados, es necesario conformar una mayoría mediante alianzas tanto para conseguir la investidura del candidato como para sacar adelante los proyectos de ley que presentará en los siguientes años. En ese momento, los liliputienses cainitas (véanse partidos nacionalistas) toman su revancha de las elecciones y hacen valer a precio de oro sus pocos diputados. Se establece una especie de chantaje electoral en el que el partido pequeño establece una serie normalmente desmedida de condiciones para que el grande cuente con su apoyo, ya que sin la cifra mágica de 176 diputados no se puede gobernar. En ese sentido se han visto todo tipo de alianzas antinatura y milagros como el repentino don de lenguas de José María Aznar quien, contra todo pronosticó, pasó del “puyol, enano, habla castellano” a “parlar catalá” en la intimidad. En las comunidades autónomas se han visto prodigiosas trasmutaciones de resultados electorales, siendo el que queda segundo el que acaba gobernando por el odio que le tiene el tercer partido en discordia al vencedor. Sin embargo, el caso más inverosímil se dio hace unos años en Cantabria, donde el PP se quedó a dos escaños de la mayoría absoluta. Los socialistas, viendo la posibilidad de gobernar buscaron un pacto con el tercer partido quien, a su vez , también quería gobernar. Pues bien, con tal de que no gobernará el PP, los socialistas aceptaron proclamar al candidato del partido perdedor como Presidente de la Comunidad. Como bien dice la parábola bíblica: “los últimos serán los primeros.”
Estas alianzas antinatura acaban entorpeciendo el proceder del partido gobernante y generan gran desilusión entre los electores. Sería muy fácil acabar con este problema. Tan solo haría falta que el presidente fuese elegido en una papeleta aparte y que no necesitase el apoyo de una mayoría estable en la cámara para gobernar. En lugar de buscar grandes pactos de gobernabilidad, el mandatario tendría que buscar microalianzas para la aprobación de cada una de las leyes. De esta forma podría pactar algunas reformas con unos partidos y otras con otros dándole mayor flexibilidad. Pero claro, para que esto fuese posible sería necesario, antes, eliminar la nefasta disciplina de partido y dejar a los diputados votar libremente. Dejarlos ser auténticos representantes del pueblo.

1 comment:

Anonymous said...

Muy interesante artículo. Sin duda, uno de los defectos de nuestro sistema electoral es la imposibilidad de los ciudadanos de castigar o premiar con su voto a todos y cada uno de sus representantes, dado el sistema de listas cerradas.