Tuesday, January 17, 2017

LA BARBA DE LA VIDA


En el trabajo, a José Ignacio lo consideraban un inquisidor. Lo odiaban. Y en verdad que la descripción no se alejaba mucho de la realidad ya que controlaba todo gasto que hiciera empleado alguno con dinero de la empresa como si fuera propio el monto aportado. Los vendedores de la empresa de productos médicos, debían desplazarse varios días por semana a distintos puntos de la geografía española y recibían en adelanto dinero para su gasolina comidas y, si se daba el caso, hospedaje, pero a cambio debían aportar las facturas  correspondientes. Si el vendedor no justificaba el gasto, éste era directamente descontado del salario del empleado a fin de mes. En ese sentido, contaba con el pleno apoyo de su jefe que, no obstante a veces se permitía algunos gestos populistas y lo desacreditaba frente  a la plantilla. Luego, en Privado, Don Elías lo felicitaba por su trabajo y por el celo con el que lo ejercía. No le importaba ser el poli malo ni comer solo  y mucho menos aun los chistes que se hacían a su costa  El tenía un cometido al cual era fiel como si de una orden divina se tratase. Todo empleado que recibía dietas para un viaje comercial, por ejemplo, sabía que tenía que justificar hasta el último céntimo de lo gastado y devolver el sobrante o, si las cuentas no cuadraban, el importe faltante le sería retirado de su nómina.   No obstante esa parte de su labor consistía en un simple divertimento que se permitía hacía el final de la jornada. El resto del día se lo pasaba haciendo la contabilidad de la empresa y buscando cualquier subterfugio legal que le permitiese descontar impuestos. Consideraba que los impuestos eran una imposición del Estado que ordeñaba a los hombres trabajadores para ayudar a unos vagos fracasados.
Al volver a casa se encontraba con su esposa e hijo. Ella era una exitosa abogada que representaba a grandes empresas en sus litigios contra la administración, mientras que Arturo ya estaba terminando la secundaria. Hasta esa edad, todo había funcionado perfectamente en su vida. Prácticamente se podía decir que solo se veían los fines de semana y las vacaciones y como suele ocurrir con las parejas que disponen de tan poco tiempo libre, en esas ocasiones todo era fiesta. Nadie se quería hacer mala sangra sino disfrutar del momento. No obstante, Arturo empezó a mostrar signos inquietantes. Un día en plena cena empezó a reírse sin parar de cualquier tontería al tiempo que comía con fruición y ensalzaba la textura única de los alimentos. Sus ojos estaban colorados como un semáforo en alto. En otra ocasión, se presentó a las 3 de la mañana completamente borracho. Su madre estaba consternada, pero José Ignacio tan solo lo atribuyó a la edad y no quiso hacer un mundo de ello. A fin de cuentas, el mismo también había fumado porros y bebido en su juventud y ahí estaba con una excelente memoria, plenamente funcional en lo sexual y con toda la vida resuelta por delante. Cuando sí empezó a preocuparse por su hijo fue cuando este empezó a cuestionarlos. ¿Por qué no había tenido un hermano o hermana si, como estaba claro, se lo podían permitir? ¿Por qué su padre mostraba tanto celo por el dinero que gastaban los empleados y no así con los despilfarros del jefe? ¿Por qué su madre buscaba toda clase de subterfugio para que las empresas no pagasen impuestos si tanto dinero ganaban después de todo?  Esas preguntas que eran verdaderas recriminaciones veladas empezaron a generar un mal ambiente. En un primer momento, y puesto que las preguntas eran formuladas en tono inocente, buscaron darle una respuesta simple como si se tratara aun de un niño. No obstante cuando Arturo no quedó satisfecho y continúo planteando preguntas los padres, que ya no sabían que responder, terminaban los interrogatorios con frases del tipo “porque así es” o “porque lo digo yo”. O incluso algunas veces contraatacaban trayendo a colación la disoluta vida que llevaba su hijo en los últimos meses, pese a que en la escuela seguía aprobando sin problemas.
   A partir de ese momento, la cena que era el momento de convivencia familiar se había convertido en una batalla más que librar después de una dura jornada laboral. Eso cuando Arturo se presentaba, porque en muchas ocasiones se quedaba con sus amigos y llegaba ya cenado. No obstante, como una tormenta de verano, los tormentos familiares parecieron arreglarse por un acto fortuito.
Fue en el trabajo. La empresa llevaba ya un año resintiéndose de los efectos de la crisis y hasta ese momento tan solo se había congelado el salario de los empleados, pero llego el momento en que fue necesario empezar a despedir parte de la plantilla. Por ser uno de los más novatos, Lizardo un joven comercial que prometía mucho estuvo entre los elegidos de esa primera remesa. No obstante un año atrás se había metido  en un piso con su novia y estaba pagando la hipoteca. Ante el jefe, Lizardo se mostró totalmente tranquilo  incluso fingió creer las promesas que este le hacía en el sentido de que cuando pasase la mala racha volvería a ser contratado. Cogió su talón de indemnización y le dio un fuerte abrazo al jefe como despedida. Antes de salir, de la empresa se dirigió a la oficina de José Ignacio para finiquitar las cuentas de sus últimos viajes. José Ignacio no tenía particular interés en recibirlo e incluso le había sugerido la posibilidad de hacerlo otro día, dando a entender veladamente que se podía ir sin realizar esa última gestión. Pero Lizardo insistió en dejar todo limpio.
-Veamos Lizardo,  en lo que va de mes has ido dos veces a Valladolid y Zamora  y otras tantas a Ciudad Real  y Valdepeñas e incluso has pernoctado una noche en Cuenca.
- Así es.
-Gastos de hotel, gasolina, comidas. Por lo que veo todo está al día. Alguna cosa que falte.
-Solo una.  
Sin mediar palabra, Lizardo inclinó su cuerpo sobre el escritorio, cogió el abrecartas de José Ignacio y de un rápido movimiento izquierda derecha le hizo un tajo en la mejilla, pese a que José Ignacio por puro instinto había echado hacía atrás la silla a tal punto que se cayó. Lizardo iba a patearlo en el suelo cuando apareció la secretaria de José Ignacio.
-¡Lizardo! Tan sólo pronunció.
El apelado desistió entonces de sus propósitos no sin antes dejar claras las razones de su proceder.
-Eso te pasa por andarnos jodiendo siempre la vida con los justificantes de las dietas como si se tratase de tu propio dinero. Eres un asco y un vendido.
Acto seguido, al ver que empezaba a arremolinarse la gente a la entrada del despacho, abrió la ventana y salió corriendo. José Ignacio fue llevado al hospital donde dijo que había sido agredido por un ladrón. Ni los médicos se tragaron ese cuento chino y mucho menos la policía cuando visitó el despacho al día siguiente, pero como previamente todo el mundo había sido aleccionado  sobre qué decir y a falta de un testimonio divergente esa sería la versión oficial que prevalecería, Lizardo no fue fichado.
En el hospital y con el fin de tratar mejor la herida, José Ignacio fue rasurado. Cuando se despertó de la anestesia sintió que le faltaba algo, pero no sabía el qué. Aún estaba medio grogui y cansado. No fue hasta que le hicieron la primera revisión y le quitaron los vendajes que se dio cuenta de que ya no tenía barba y lo peor de todo es que ya no podría tenerla, ya que el tajo era lo suficientemente grande como para que pudiese crecer algo encima por lo siempre se notaría la herida y una barba en esa zona simplemente quedaría muy mal. Esa pérdida le sentó muy mal ya que él creía que como lampiño no podría nunca ejercer la misma autoridad. Sentía que perdía con ese elemento de su cara parte de su agresividad y del temor que infundía a sus compañeros. No obstante, como decía su esposa, lo importante era que había sobrevivido. Además la cicatriz en plena mejilla tampoco estaba mal para el propósito de la respetabilidad. A José Ignacio nunca le había importado destacar su belleza y prueba de ellos eran los kilos de más que formaban una vistosa pancita cervecera. Sin embargo, lo que lo tenía de peor humor era la obligación de tener que descansar unos días en casa, ya que era  de esos trabajadores que se imaginaban imprescindibles para la empresa y entre sueño y sueño, tenía pesadillas de cómo los comerciales estafaban a la empresa a base de engañar al incauto de su substituto temporal.
Durante todo el tiempo que estuvo en el hospital, sólo don Elías lo visitó un par de veces.   En cierta forma, se sentía culpable por hacer cargar con todas las responsabilidades de ser el poli malo a José Ignacio. Aunque luego recordaba el entusiasmo que éste ponía en ejecutar su papel de villano y sus remordimientos se apaciguaban. Una de las razones por las que más era repudiado José Ignacio era porque su control contable no conocía jerarquías. En una ocasión, volviendo de Lugo adonde habían asistido a un congreso médico todo el equipo comercial, el jefe en un acto populista que tan enfermo ponía a José Ignacio había ordenado a sus empleados que al pasar por León visitasen la ciudad y comiesen en el parador a cuenta de la empresa sin reparar en gastos.
El jefe comercial no se privó de ningún capricho y José Ignacio consideró ese gasto desmedido en tiempos de crisis como un insulto personal. La respuesta fue expedita, al finalizar el mes uno de los comerciales jóvenes que estaba a prueba y que no había tenido nada que ver en la comida, fue terminantemente cesado de sus funciones. Carlos, el jefe comercial con quien José Ignacio mantenía un pulso de poder fomentado por el propio don Elías, se quejó de la decisión adoptada, habida cuenta de que él le había prometido al chico la renovación.
-El problema es que hay demasiados gastos inútiles en esta empresa. Por algún lado hay que aligerar –dio por toda respuesta.
Finalmente llegó el día en que le quitaron los vendajes de la cara. Como suele suceder a las personas que se han hecho una cirugía estética de cambio de cara, José Ignacio sintió un temor al ver al desconocido que se asomaba del otro lado del espejo, pero pasado el primer desconcierto, se reconoció a si mismo e incluso bromeó sobre el hecho de que había rejuvenecido varios años, llamando así la atención de su esposa que no estaba acostumbrada a verlo reír. Por su parte, Arturo, en función de sus horarios, no se había apartado del lecho patriarcal.  Dividía su tiempo entre la escuela por la mañana, el hospital por la tarde noche donde hacía los deberes y su casa donde finalmente descansaba. Pese al temor de que se juntase con sus malas compañías, sus padres lo habían alentado varias veces a que saliera a divertirse, pero el siempre prefería permanecer al lado de su padre.
El lunes siguiente, diez días después de que ocurriera el incidente, José Ignacio se presentó en su centro de trabajo. Como esperaba no hubo ninguna fiesta de bienvenida y los compañeros apenas se esforzaban en fingir una alegría por su recuperación. Su substituto, sabedor del celo profesional de su superior y esperanzado en que le renovasen el cargo al menos un mes más ya le tenía todas las cuentas listas. Sin embargo, José Ignacio, en lugar de hundir sus ojos en aquellas hojas rellenas de números decidió invitarle un café.
-Dime ¿Qué experiencia anterior tienes en un puesto como éste? 
-Acabo de terminar la carrera. Estuve 6 meses en una ONG controlando las donaciones y su distribución.
-  ¿Y te cansaste de ayudar a los demás y decidiste ir a por la pasta?
- Más bien quería poner en práctica mis conocimientos en una empresa. Competir en el mundo real. Y si el aumento de salario nos viene muy bien a mí y a mí novia. Queremos meternos en un piso ella y yo.
-O sea que ambicioso y osado.
-Hombre, ¿ambicioso?...
-No te disculpes. Eso es bueno para la empresa. Respecto a lo segundo meterse a pagar una hipoteca con los tiempos que corren  no sé si llamarlo amor o inconsciencia.
- Por ahora sólo estamos pensando en alquilar un piso para probar la convivencia durante un año y, si funciona casarnos y entonces si comprar algo.
 -O sea que quieren probar el pastel antes de comprarlo. ¡Ay! ¡Qué pillines!
-Llevamos 7 años juntos, pero ambos sabemos de casos en que las parejas idílicas se rompen cuando se dan cuenta de que el otro ronca o deja todo manga por hombro. Nosotros queremos casarnos sabiendo lo que hay.
-Llevo 17 años casado y tengo un hijo. Créeme, nunca se sabe completamente lo que hay. Y es bueno que esto sea así por qué el día que conoces plenamente a tu pareja, es el día que empiezas a hartarte de ella. Pero tienes razón en lo de que la convivencia suele ser el gran reto de las parejas idílicas de años.  
Durante los siguientes días, José Ignacio dejó que Alberto, su ya otrora substituto, lo pusiese al día de los distintos gastos que había recibido y de cómo los había clasificado temporalmente ya que sólo José Ignacio conocía la forma exacta en que debían guardarse los papeles y que respondía a un método que él mismo había inventado. Le gustó el trabajo de Alberto y al final de la semana le pidió a don Elías que le renovase un mes.
-¡Hombre! ¿Qué quieres que te diga? Me sorprende esa decisión. Tú nunca has necesitado ayuda alguna.
-Es cierto, pero la empresa crece y yo ya no soy tan joven después de todo. Además, me he dado cuenta de que si Lizardo me hubiese hecho un daño mayor no sólo la contabilidad habría sido un desastre sino que también todo habría quedado desclasificado, pese al buen hacer de Alberto, ya que nadie conoce el sistema de archivo salvo yo.   
-Bueno, hagamos una cosa. Que Alberto te ayude a digitalizar el archivo y luego ya veremos si se queda.
-Pero tardaremos meses en ello.
-En primer lugar, él tardará meses. Y en segundo lugar, ya va siendo hora de que la contabilidad de esta empresa entre en el siglo XXI.
-No digo que no tenga razón don Elías, pero tampoco ayuda que el gobierno español siga pidiendo las facturas físicas en vez de escaneos.
-Esa es otra historia.
La noticia de que José Ignacio había pedido un favor para un compañero corrió por la oficina. A él se le solía comparar con Rick, el protagonista de Casablanca, porque nunca se arriesgaba por nadie y también por su cara de perro, pero sobre todo por lo primero. No obstante, no faltó quién achacara esa obra a una actitud mezquina más que a un buen gesto de solidaridad con un compañero. Sabido era que José Ignacio y los ordenadores no se llevaban bien. Empezó a correr el rumor de que una vez digitalizada la contabilidad de la empresa, José Ignacio en persona echaría a Alberto. Y por supuesto no faltó quién le fuera con el chisme a éste último. 
-Pero si se ha portado muy bien conmigo. Yo ya debería estar en la calle.
-No te preocupes que pronto lo estarás. Nosotros sólo te avisamos para que te vayas buscando algo y no te pille desprevenido.
Como Alberto no quería pelearse con sus compañeros y parecer un pelota y mucho menos con su jefe que hasta ahora se había portado tan bien con él, decidió mantenerse expectante y, de cualquier manera como no se consideraba idiota, ir buscando un nuevo empleo. Lo que él no podía entender era la mala fama que tenía su jefe directo. Se decía que no perdonaba un centavo, pero Alberto mismo había visto como José Ignacio había echó la vista gorda ante unos gastos de motel y bebidas poco justificable entre risitas.
-Mira tú el viejo. ¡Qué travieso! ¿Quién lo iba a decir con su edad?
Las semanas pasaron y pese al odio que generaba a su paso, los compañeros de la oficina no pudieron dejar de notar que el antiguo dictador de los recibos se había ablandando y no sólo se trataba ya de su relajación en cuanto a los gastos, sino pequeños detalles que confirmaban dicho cambio. El día de su cumpleaños invitó a sus compañero a comer, los comerciales disponían de más efectivo en sus viajes para agasajar mejor a sus clientes y, sobre todo, se le veía sonriente y haciendo bromas todo el tiempo. La oficina se dividió en dos. Aquellos, sobre todo los comerciales que acogieron con muy bien humor el cambio y pensaban que había que aprovecharlo mientras durara, porque volvería finalmente a su ser. En general estos se volvieron más amables con él. Sin embargo, también estaban aquellos cuyo odio adquirido les impedía aceptar que la situación había cambiado y pensaban que se trataba de una maquiavélica estratagema cuyo fin desconocían.                 
El que ciertamente no estaba contento era don Elías. Sin siquiera espiar a su empleado intuía los cambios que se estaban generando a través de pequeños trozos de conversaciones cuando se presentaba de improvisto en la cocina de la empresa a la hora del café o, simplemente, por el buen ambiente que se estaba desarrollando y que él temía acabase rompiendo el orden y la disciplina impuestos durante tantos años. Sin embargo, decidió correr un tupido velo en lugar de llamar al orden a José Ignacio. Tenía dos razones para ello. En primer lugar, porque creía que José Ignacio aun estaba asustado del atentado sufrido y buscaba de algún modo ganarse la simpatía de sus compañeros. No obstante, don Elías era un convencido de que las personas son como son y no pueden enmascarar su ser eternamente. La segunda razón por la cual no lo llamó al orden fue simple y llanamente porque le tenía afecto.
Sin embargo, no sólo don Elías estaba preocupado con la nueva actitud relajada de José Ignacio. Carmen, su esposa, veía con temor la relación de amistad y coleguismo que Arturo y él estaban desarrollando. Sobre todo, le molestaba que le diese la razón a su hijo comunista cuando soltaba sus discursos sobre las injusticias del sistema actual y que ahora fuese tan permisivo con él. De hecho sospechaba que en alguna ocasión José Ignacio había compartido un porro con su hijo. En aquella ocasión él estaba muy risueño cuando de pronto de quejó de un dolor de cabeza. No obstante, sus ojos no lo traicionaban. Sospechaba que él podía haber usado gotas  para los ojos, pero por otra parte, le gustaba verlo tan detallista y apasionado en los últimos tiempos. En definitiva no sabía cuál de sus dos esposos; el darth vader de los números serio y aburrido o el alegre e irresponsable, le gustaba más.
En otra ocasión, lo encontró a las 5 de la tarde en casa jugando a la play con su hijo quien, a esas horas debía hacer sus deberes. Al ser interrogado por Carmen, alegó que se había sentido mal y había pedido la tarde libre. En los viejos tiempos, él nunca habría dejado la oficina por un malestar temporal.
-¿Se puede saber qué te pasa? – le espetó a bocajarro Carmen.
-Ya te lo dije sentí un agudo dolor estomacal con nauseas y decidí tomarme la tarde libre. Ahora me siento mucho mejor.
-No me refiero a eso.
-¿Entonces?
-Aunque estuvieras enfermo, no entiendo qué haces aquí jugando con tu hijo en lugar de supervisar que haga sus deberes.
-Ya entiendo. Quieres que sea su persecutor en lugar de su amigo.
- Yo sólo quiero que vuelvas a ser responsable.
-Querrás decir aburrido.
-Lo uno no está peleado con lo otro.      
-Si de algo me ha servido esta herida, ha sido para darme cuenta de cuan absurda era mi vida antes, granjeándome el odio de todos los empleados para que don Elías, que gana 2 millones limpios al año rasque un poco más a costa de hacerle miserable la vida a sus empleados. Y de vez en cuando les soltaba alguna propina populista para que creyeran que no era él el villano, sino el menda. Pues eso se acabó, ahora voy a ser el tipo enrollado y popular para que ellos vean lo hijo de puta que es su jefe.
-Hasta que te echen
-Ya veremos si tiene huevos el viejo. Habida cuenta que soy el único que sé cómo está clasificada la información.
-Nadie es imprescindible.
Pasaron unos días más en que José Ignacio explotó el cuento de su enfermedad y se quedó en casa llevando una vida desordenada. Ni siquiera se afeitaba y se pasaba todo el día jugando sólo o con su hijo. Empero un sentimiento de culpa empezó a crecerle. De hecho el viernes estuvo a punto de ir a trabajar, pero en el último momento decidió tomarse el puente. No obstante al llamar a don Elías para decirle que no se presentaría este le dejó un claro mensaje.
-Si no vienes el lunes, ya no vengas. 

Después de un último fin de semana de desenfreno, se despertó a las 6 de la mañana y tras tomar su acostumbrada tostada y café con su esposa, se dirigió al baño para afeitarse y dirigirse al trabajo. Se había cansado en tan solo una semana de tanto tiempo libre y estaba decidido a volver con la misma energía de antes. Cogió la máquina de afeitar y se dispuso a borrar su ya tupida barba. Sabía que le costaría y que la sesión en sí sería llena de tirones como cuando se coge una navaja de mala calidad. No obstante su barba aun no estaba tan crecida como para presentarse a la oficina. Además su mata de pelo partida en dos en la mejilla se veía horrible por lo que tenía que desaparecer completamente Como siempre cuando se afeitaba, empezó por la unión de la patilla con la barba. Tras dejar lisa su mejilla derecha siguió con la izquierda. Antes de pasar al centro propiamente dicho se lavó las mejillas y cogió más crema para afrontar esa última parte; la más dolorosa. Fue entonces cuando tuvo la idea. Se dio cuenta de que el deseo lúdico de los días anteriores volvía renacer como una amenaza lejana aún. Se limpió la mano y tan solo emparejó la parte del cuello a la altura de la nuez de Adán. A partir de ese día, volvería a la oficina ya no convertido en el tirano de los números que tanto agradaba a don Elías ni tampoco el colega irresponsable. Con su hijo sería justo y flexible, pero aplicaría sin dudarlo la ley en aquellos casos donde considerara que había un abuso. Sería él mismo. No él que querían don Elías o su propia esposa o su hijo que fuera. 

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