Tuesday, May 26, 2020

SE ACABÓ LA PAZ



Una de las pocas ventajas que trajo el coronavirusfue la de alejar los ruidos de nuestras vidas. Más de uno empezó a oír asustado ruiditos sincronizados que resultaron ser el gorjeo de los pájaros. Algo similar ocurrió en Nueva York hace unos años cuando hubo un gran apagón. Muchos neoyorquinos llamaron avisando que veían una suerte de capa blanca en el cielo que resultó ser la vía láctea.
Pues bien, cuando ya nos habíamos acostumbrado a oír el canto de los pájaros, volvieron a bramar en las calles el ruido de los coches. Cierto. Este ruido resulta más placentero que el de las sirenas de ambulancias que oíamos hace unas semanas y que interrumpían nuestra tranquilidad para recordarnos el precio que estábamos pagando por estar en casa. No es que hiciera falta, ya que en los medios de comunicación prácticamente no se puede ver nada que no esté relacionado con el coronavirus, pero ese lamento ambulante era el único ruido que oíamos hasta las 8 de la noche; hora de los aplausos.
Al ruido de los automóviles se ha sumado ahora el de los caceroleroleros a las nueve de la noche. Que conste que me parece muy bien que cada quien exprese su opinión, pero ¿es realmente necesario hacerlo durante media hora para concluir con el libre de Nino Bravo a todo trapo? Quiero decir, los aplausos a los sanitarios duran a lo sumo 10 minutos y no se usan herramientas artificiales para aumentar el ruido del agradecimiento. Eso cuando no ponen en youtube el ruido de las cacerolas y lo reproducen mediante amplificadores. De ahí que en uno de los paseos que hacemos Vicky y yo oíamos el ruido pero no veíamos a nadie. Lo único que puedo hacer para mitigar el ruido, en esos casos, es acercarme a la ventana y cerrarla. Mi vecino, cacerola en mano, ve mi proceder y continúa su protesta. Ni él ni yo intercambiamos palabra o signo agraviante alguno.  Todo un ejemplo compartido de tolerancia si tomamos en cuenta lo caliente que ha quedado la calle como diría Ruben Blades en una de sus canciones. Es más, le agradezco que no salga irresponsablemente a la calle a mezclarse con desconocidos que le pudieran contagiar y causar un rebrote.  Sin embargo, el peor ruido de todos, el que ya tenía borrado de mi mente no es el de los coches o el de los transeúntes platicando. Ni siquiera los caceroleros que, afín de cuentas terminan a las 9 y media. A pesar de todo lo anterior sigo pudiendo oír ocasionalmente a los pájaros. A lo que sí ya no estaba acostumbrado es a las obras. Y esas sí que me afectan  en lo más íntimo, ya que después de comer me gusta echarme una siestita de media hora antes de retornar a mis labores. Pero con esos martilleos y taladros resulta en una gesta que ni el mismísimo Hércules superaría. Así no hay quien duerma, ¡CARAJO!

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