Saturday, May 02, 2020

Historia de dos caídas




Llevamos un rato en el techo del lanchero de casa de mi abuela. Así llamamos a la edificación donde se guarda la lancha con la que esquiamos todos los días. Mi hermano y sus amigos se están divirtiendo tirándose desde ahí a la laguna. Yo con 10 años veo la distancia muy grande y, temeroso, prefiero verlos antes que saltar. Con los años, yo también disfrutaré saltando desde el techo a la laguna, pero aun queda para eso. Mi abuela está viendo el partido de futbol de los PUMAS y mis padres están de camino desde la ciudad de México. Estamos pasando nuestras vacaciones veraniegas en el lago de Tequesquitengo. En las noches ese mismo techo nos servirá de improvisado observatorio estelar. 
A la derecha del lanchero y pegado, se encuentra el lanchero de los vecinos y, en su parte superior una palapa que hace nuestra envidia por lo cómoda que es en tiempos de calor y por sus confortables sillas de mimbre revestidas de cuero. Huelga decir que nadie mojado puede sentarse en ellas. A mano izquierda, dos metros y medio más abajo, se encuentra un camino estrecho de cemento pegado a la pared del lanchero y, a continuación, el césped. De ahí nace un árbol que posteriormente será talado por viejo y enfermo. Una de sus ramas, ya seca, llega hasta el borde del techo.
Después de un rato de tanto brinquito, el ver a los mayores divirtiéndose me empieza a aburrir. Por más que me animan no me atrevo. Lo mismo ocurrirá la primera y única vez que salté la rampa haciendo esquí acuático. La primera vez todo fue bien crucé la estela y emprendí la subida. Volé una corta distancia y al caer no conseguí mantener la estática. Nada mal para un primer intento. La segunda ocasión fue totalmente distinta, llegué a la rampa, subí a la parte superior impulsado por el motor de la lancha a la que me unía la cuerda y antes de impulsarme hacia el vacío, los esquís se me salieron. No sé cómo lo hice, pero tuve los suficientes reflejos para tirar la cuerda y echarme un clavado a la laguna. De milagro, los esquíes no me cayeron en la cabeza. Me los vuelvo a poner y mi padre me anima a que vuelva a intentarlo, pero yo pienso que ya he tentado demasiado a la suerte y aunque vuelvo a esquiar me niego a emprender el tenebroso ascenso. Nunca más lo intentaré me digo. Al cabo de un rato mi padre, viendo que no voy a seguir decide llevarme a casa. Ha terminado el tormento.   
Cada vez me llama más la atención la pinche rama. No solo porque invade el espacio del lanchero sino por su fealdad. Cual poeta modernista, decido que tanta decadencia no es digna del paraje idílico en el que nos encontramos y decido arrancarla con mis propias manos. Oigo el crujir de la rama y prospero en mi afán. Desafortunadamente, no he calculado el peso de la misma y esta me arrastra hacia el camino de cemento. En ese breve microsegundo pienso que hasta ahí llego mi vida y diviso a lo lejos a mi madre que acaba de llegar del D.F.
Al cabo de un tiempo, despierto en el césped del jardín. Todo el mundo me rodea. Mis padres, mi abuela , mis hermanos y sus amigos. Me duele el brazo derecho. Posteriormente sabré que me lo he roto el por lo que pasaré todo el verano con la escayola. Sin embargo, en ese primer momento, nada de eso me importa. Lo que verdaderamente me intriga es saber porque no tengo el cuerpo lleno de raspaduras al chocar contra el cemento. Sentada en el césped se encuentra Susana, vecina de la laguna. Ella me da la respuesta a mi duda.
-Primero me cayó la rama y luego me caíste tú. Con tan buena suerte que rebotaste contra el jardín. ¡Cómo me duele la cabeza!
Como ocurre en estos incidentes, no ha faltado quien dudara de la veracidad de esta historia; más concretamente mi hermana que asevera que Susana estaba a su lado cuando ocurrieron los hechos. Da igual. De lo que sí me acuerdo es que, mientras me levantaba en brazos mi padre para llevarme al hospital, mi abuela sentenció:
-No cabe duda de que el diablo los cuida de pequeños para llevárselos de grandes.  

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